Gabriel García Márquez lo describió como “el loco que me persigue”, pero él no se intimidó en lo más mínimo y prosiguió con su misión. Si bien la frase era parte de una dedicatoria en tono de broma, había algo de cierto en ella. Porque ¿quién que no estuviera un tanto desquiciado podía atreverse a realizar una empresa tan descomunal como escribir la biografía del novelista colombiano? Después de todo, como más tarde reconocería el abnegado biógrafo, contar la vida del autor de "Cien años de soledad" equivalía a narrar la existencia de cuatro o cinco personas. Y, claro, alguien tan extraordinario demandaba un cronista a su altura, lo suficientemente audaz y empecinado, dispuesto a seguirle el ritmo y que no flaqueara ante los escollos que surgieran en el camino. Ese individuo era Gerald Martin y a él le debemos
"García Márquez. Una vida" (2008), una de las mejores biografías literarias que jamás se han escrito.
Es posible que García Márquez dudara de la capacidad de un profesor londinense para comprender un universo tan complejo como el latinoamericano, donde la realidad a menudo desafía cualquier explicación racional. ¿Qué sabía su aspirante a biógrafo acerca de la inextricable realidad colombiana? ¿Cómo diablos iba a conseguir que un inglés entendiera el “mamagallismo” caribeño? Por eso, solo le dio diez minutos para que lo convenciera de que reunía las condiciones para abrazar semejante proyecto. Sin embargo, la conversación con Gerald Martin se prolongaría durante tres horas y media, estimulada por generosos vasos de whisky, al cabo de los cuales García Márquez no solo había dejado de mirar con desconfianza al osado intruso sino que aceptaba colaborar con él. Quién sabe, tal vez se había percatado de que su interlocutor no era un académico más, sino que pertenecía a esa vieja estirpe de exploradores de la rubia Albión que también eran hombres de letras, gente obstinada y excéntrica que se planteaba retos y no cejaba en su empeño hasta superarlos.
Por supuesto, había otros detalles que tomar en cuenta. El profesor Martin dominaba el castellano y había recorrido el continente americano. Era un apasionado de la cultura de la región y había escrito un libro sobre la literatura latinoamericana del siglo XX, "Journeys through the Labyrinth" (1989). Más aun, había vislumbrado la relevancia de Miguel Ángel Asturias antes de que fuera galardonado con el Nobel en 1967 y le había dedicado su tesis doctoral. Y no solo eso, pues también se había arriesgado a traducir "Hombres de maíz" (1949), una obra sumamente densa y compleja, de difícil acceso, incluso para lectores avezados. Esta novela resultaba fundamental en tanto albergaba ya el germen del realismo mágico y se valía de las resonancias míticas y maravillosas de los pueblos originarios de Centroamérica. En esa perspectiva, Asturias prefiguraba a García Márquez (quien, curiosamente, publicó "Cien años de soledad" el mismo año en que le otorgaron el Nobel al guatemalteco). Por tanto, el intrépido inglés no era un simple espontáneo sino que estaba calificado para emprender una gesta de tal envergadura.
Hay otra cuestión que debió influir para que García Márquez le concediera el placet a su biógrafo. Gerald Martin es un hombre de ideas progresistas, que se identifica con las reivindicaciones de los sectores sociales menos favorecidos de América Latina. Proviene de una familia de la clase trabajadora y, desde su infancia, tomó conciencia de las injusticias que atenazaban a las capas más pobres de la sociedad. En su adolescencia sintonizó con la rebeldía de los angry young men y celebró el triunfo de la Revolución cubana. Pero antes hubo un suceso crucial que marcó su vida y la de una generación que intentaba recuperarse de los desastres de la guerra: el caso Derek Bentley.
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Todo sucedió a raíz de un confuso incidente que precipitó la condena a muerte de este joven de 19 años, quien sufría de retraso mental. Se le acusó de asesinar a un policía, aunque, según los hechos, no utilizó arma alguna. Resultó inculpado solo por haber acompañado al verdadero criminal, quien se libró de la pena capital porque era menor de edad. En el juicio se invocó un controvertido principio legal y Derek Bentley, a pesar de su inocencia y su evidente retardo, fue sentenciado a morir en la horca.
El caso suscitó un gran alboroto, sobre todo entre la clase obrera. Gerald Martin era apenas un niño —tenía ocho años—, pero nunca olvidó que el 28 de enero de 1953, a las nueve horas, el verdugo del Estado británico puso un lazo en torno al cuello del reo e hizo que se abriera la trampilla bajo sus pies: “Ese día me quedé al lado de la radio desde las 8 de la mañana a las 9 de la noche. Es decir, comprendí desde muy joven —percepción ajena a mis padres y al resto de la familia— que la sociedad era injusta y las cuestiones de clase eran preponderantes en la política y en la economía”.
Martin no es el clásico scholar inglés que procede de las canteras de Oxford o Cambridge. No hay en él ninguna afectación ni arrogancia. Es un intelectual sencillo y afable, comedido y discreto (lo que sorprende, ya que su oficio de biógrafo implica fisgar en la vida privada de los demás). Sus pesquisas no se reducen a los archivos y bibliotecas, a las lecturas exhaustivas. Le gusta recoger la información directamente de las fuentes. Tiene la paciencia necesaria para ir detrás de numerosos testigos y se las arregla para obtener sus declaraciones sin ejercer mayores presiones. Sabe cómo establecer una adecuada complicidad con sus entrevistados, de tal modo que a menudo son ellos quienes, voluntariamente, acaban diciéndole más de lo que deben.
¿Cuál es su método? Aparentemente, se apoya en su excelente memoria, porque no usa grabadoras ni libretas de apuntes, artilugios que inhiben a los entrevistados o distraen al entrevistador. Gerald Martin me asegura que puede reconstruir con mucha precisión los diálogos que ha sostenido con distintas personas durante una jornada, siempre y cuando lo haga dentro de un plazo máximo de 24 horas.
El biógrafo admite que con García Márquez quizá se extralimitó. Su prolijidad lo llevó a recoger 300 testimonios, a redactar más de 1.600 notas y a escribir una primera versión de 2.000 páginas. Luego, a instancias del editor que le había hecho la propuesta original, debió reducir el libro a unas 700 páginas, extensión que hacía viable su publicación. Un trabajo que inicialmente estaba previsto para unos cuatro años se prolongó durante 17. Fue una tarea absorbente que lo alejó de su familia y de sus amigos, una pasión que de repente se trocó en obsesión. Era la obra sobre una vida ajena que, a la postre, arrastró su propia vida en el proceso. En cualquier caso, el libro alcanzó un éxito insólito para una biografía literaria y ya puede ser leído en más de 20 lenguas.
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Gerald Martin ha vuelto a la carga con un nuevo proyecto: la biografía de Mario Vargas Llosa. Lo conoció antes que a García Márquez, cuando ambos ejercían la docencia en Londres, y se quedó deslumbrado por el carácter innovador de sus ficciones y el vuelo de su reflexión intelectual, tanto así que barajó la posibilidad de estudiarlo en profundidad y de trazar la cartografía de su itinerario vital. Fue en esas circunstancias que un editor le propuso recrear la existencia de Gabo y la tentación se hizo irresistible.
Sin embargo, su interés por Mario Vargas Llosa nunca decreció. De ahí que se sintiera muy complacido cuando le anunció sus intenciones biográficas y el escribidor le abrió sus archivos personales. En buena cuenta, si había sobrevivido al fenómeno García Márquez, sería capaz de rastrear las huellas de otra vida tan compleja y fascinante como la de Vargas Llosa. El incombustible inglés afirma que esta vez hará menos entrevistas y concluirá pronto su trabajo, pero no le creo. Por ahora, se encuentra en compás de espera debido al vuelco inusitado que ha dado la situación afectiva del escritor. En ese sentido, los avatares sentimentales del premio Nobel son un estupendo pretexto para dilatar el cierre de la biografía.
Gerald Martin está verdaderamente entusiasmado. Intuye que hay una secreta predestinación que determina que un escritor encuentre a su biógrafo y viceversa. Hace medio siglo, me revela, era un joven inglés que soñaba con viajar a Sudamérica. Fiel a sus convicciones, se alistó como voluntario de un programa internacional de lucha contra la pobreza y llegó a Bolivia en 1965. Se instaló en Cochabamba, donde pasaría un año, sin sospechar que existía un joven escritor peruano que había vivido en esa ciudad en su primera infancia, durante casi una década, y que ahora residía en París. Era una extraña coincidencia que tiempo después se repetiría cuando sus destinos finalmente se cruzaran en Londres. Hasta entonces, nada hacía presagiar que uno de ellos descollaría como un supremo fabulador y que el otro se dedicaría a contarnos su vida.