Si usted la ha estado pasando mal en estos últimos días de locura electoral, imagínese cómo la están pasando los restaurantes. A las restricciones a las que obligan las autoridades por pandemia, se suma ahora la incertidumbre política. Esta última semana, la primera para esta columna gastronómica, ha significado para la industria solo zozobra y malestar.
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Mientras el hashtag #fraudeenmesa recorre las redes sociales para, según unos, denunciar un proceso electoral presuntamente cuestionable, y según otros, ridiculizar tales denuncias, las mesas peruanas de verdad, se encuentran mayoritariamente vacías. La razón de tal desierto es obvia: el arte de la restauración no es otro que el de servir de escenario para la convivialidad. Oh la convivialidad, ese neologismo esquivo que refiere al conjunto de prácticas que busca mejorar los estándares de convivencia y las habilidades necesarias para vivir con otros. La mesa, como se la entiende hoy en el mundo, y debería verse también en el Perú, es como el mercado: escenario y pretexto de integración, inteligencia y buen hacer social. No funciona bien cuando funciona de otro modo.
Mientras tanto el mundo gastronómico se reactiva y algunos síntomas sugieren una luz al otro lado. Madrid Fusión volvió este año a realizarse de manera presencial una semana antes de las elecciones, en lo que la prensa global ha definido como el reencuentro presencial de la gastronomía. Las redes sociales vuelven a mostrar a sus dioses –Mauro Colagrecco, René Redzepi, Dabiz Muñoz–, reabriendo sus celebradas casas, otra vez concurridas.
Incluso algo de esa fiesta planetaria pudo verse en Central en una cena de lanzamiento de Anaori, una marca japonesa de ollas que está dando la vuelta al planeta y que puso el ojo en Lima. Y por más que es claro que el interés en la cocina peruana puede haber menguado –”después de la explosión de los últimos años ha bajado algo pero sigue manteniendo la posición”, me dice José Carlos Capel, presidente de Madrid Fusión–, no se puede borrar en un año lo avanzado en diez como nación gastronómica.
Por eso soy optimista. Conforme avanza el proceso de vacunación local, los comensales se animan, cada vez más, a volver a su restaurante favorito. A la zozobra política la sucederá la calma necesaria para que los paladares del mundo vuelvan a sentarse en nuestra mesa. Los restaurantes de fama global que han estado “hibernando” verán ese 12% de reservas de turistas que llegan hoy, subir poco a poco, y con ellos, subirá también el número de noches que pasan en el Perú, de aviones que aterrizan, de paseos que pagan, de visitas a lugares patrimoniales y de artesanías para recordar ese viaje hermoso que les cambió la vida.
Los que se dirigen al público local que hayan resistido todo esto –cuarentenas intermitentes, horarios de locura, un comensal golpeado por una recesión con pocos precedentes–, encontrarán en los aprendizajes de la crisis la resiliencia para levantar la cara y afrontar cada día dándolo todo como si fuera el último. Y los jóvenes que se han quedado para apostar aquí, recogerán el lado más amable del desastre: locales privilegiados a buenos precios, equipos revendidos a bajo costo, y nuevas, maravillosas oportunidades de crecimiento. Quienes amamos la cocina contamos con todos ellos para reconstruir la mesa peruana y volverla a colocar en el centro del mundo. Mientras haya ilusión habrá restaurantes llenos, y en los restaurantes, optimismo y alegría por un futuro mejor.
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