Huachipa (Achirvo)
Huachipa (Achirvo)
Pedro Ortiz Bisso

El pleno del Congreso tiene en agenda desde el último jueves un proyecto de ley que declara “de interés nacional y necesidad pública” la creación del distrito de Santa María de Huachipa. De aprobarse esta iniciativa, promovida por el congresista Percy Alcalá Mateo de Fuerza Popular (¿de dónde más podía ser?), no solo Lurigancho-Chosica perdería parte de su territorio. Se abriría la puerta para que Lima tenga 44 distritos.

Sí, 44.

Nuestra tres veces coronada villa ya no debería ser más una provincia. Debería declarársele archipiélago.

Hace cinco años, el Callao fue víctima de una barbaridad similar. A través de la Ley 30197 se creó el distrito de Mi Perú, 247 hectáreas enclavadas en el corazón de Ventanilla, con el voto favorable de 92 parlamentarios y dos abstenciones. Así, la provincia constitucional pasó a dividirse en siete pedazos.

El entonces congresista Pedro Spadaro, quien acaba de ser elegido alcalde de Ventanilla, dijo durante el debate que era “un día histórico” y destacó que los pobladores de la nueva circunscripción habían realizado “marchas, movilizaciones y polladas” para concretar su sueño.

Años atrás, cuando el prontuariado Carlos Burgos era el personaje más popular de San Juan de Lurigancho, surgió la iniciativa de convertir ese distrito en provincia. Las razones parecían atendibles: al ser el más poblado del país con casi un millón de habitantes, requería un tratamiento especial desde el punto de vista legal, administrativo y económico.

En los hechos, sin embargo, significaba quitarle un brazo a Lima. Constituía la destrucción de cualquier intento de planificación serio por la superposición de funciones y diferencias de criterio que se dispararían. Todo a menos de tres minutos de la Plaza de Acho.

La fragmentación territorial es una fórmula popular porque responde a supuestas demandas de poblaciones olvidadas. Electoralmente genera réditos, pero no asegura lo importante: un mejor gobierno.

Lima es una ciudad marcada por la desigualdad. Cada alcalde es una suerte de reyezuelo que gobierna su distrito como le parezca. Algunos, como el de Surco, andan más preocupados en sembrar las bermas de ositos hechos de flores; otros deben sortear autos para incentivar el pago de arbitrios.

La manera cómo se ha venido gobernando la ciudad ha fracasado. Ha llegado el momento de repensar cómo manejarla en función de objetivos comunes, que hagan la convivencia más civilizada y, por ende, menos desigual.

La nueva autoridad autónoma de transporte puede ser un excelente derrotero para empezar a acabar con los pequeños feudos.

¿Es hora de fusionar distritos, redefinir las funciones de nuestras autoridades locales, crear fórmulas de mancomunidad? Deberíamos empezar a pensarlo. Y discutirlo. 

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