La titulitis –o ‘credencialismo’, como también se la conoce en Europa y Estados Unidos– es una expansiva tendencia social que afecta no solo al grueso de la población civil en las principales ciudades del mundo, sino que actúa también sobre sus principales hombres públicos.
En el Perú –lo estamos viviendo– algunos notorios políticos lo sufren de un modo evidentemente engañoso y muy poco elegante.
Definámoslo mejor con la Real Academia Española. “Titulitis: Valoración desmesurada de los títulos y certificados de estudios como garantía de los conocimientos de alguien”.
La titulitis es una desviación instrumental y parasitaria de la legítima aspiración de los ciudadanos por un grado que los distinga y reconozca sus calificaciones. Dicha aspiración se basa en la certidumbre de que las universidades y los colegios profesionales otorgan un título que garantiza conocimientos suficientes para ejercer.
El título mismo es un voto de fe. Lo otorgan los gremios y las ligas profesionales para certificar institucionalmente que aquel a quien le entregan una credencial es efectivamente probo y hábil como para hacerse cargo de una actividad productiva y de bien social.
Desde el inicio de la universidad como institución formal, allá por la Edad Media, se reconocía así a los maestros o doctores del derecho, la medicina o las artes, quienes consecuentemente ganaban, con su esfuerzo y disciplina, un lugar distinguido en la sociedad.
Pero en los últimos 50 años, con la expansión del acceso a la educación superior y el establecimiento del título como requisito para conseguir un puesto de trabajo, el empeño por conseguir el grado no solo se masificó, sino que hace que muchísima gente pugne por ellos con ciega desesperación.
Más allá del prestigio y la distinción social, se ha convertido en un requisito burocrático para filtrar candidatos a puestos disponibles, y en ocasiones justificar ascensos y aumentos de salario sin mayor fundamento que el ‘cartón’ que lo adorna.
Pensar que la costumbre de ‘doctorearse’ en políticos transitados como Alan García o Luis Castañeda es únicamente el uso protocolar de un cariñoso calificativo popular no puede ser más que una ingenuidad. Así los implicados relativicen su importancia o callen en todos los idiomas, lo cierto es que autotitularse con grados que no ostentan, en placas recordatorias o un mitin público, no es más que un grosero menosprecio por la fe que deposita en sus supuestos conocimientos la ciudadanía en general.
¿Los hace menos presentarse como los licenciados o magísteres que son? En absoluto. Más aun cuando los mayores innovadores de hoy, los de las industrias de vanguardia tecnológica, dejaron o no siguieron estudios superiores, pues confiaron más en su talento que en el birrete.
En los negocios, gente como Bill Gates, Steve Jobs o Richard Branson, quienes nunca hicieron ni el bachillerato para salir adelante, plantearon un debate sobre si el ‘credencialismo’ es necesario o no en la sociedad del conocimiento. Aquí este debate ni asoma: simplemente la vana pretensión puede más.