La instalación del primer Congreso Constituyente, por el artista Francisco González Gamarra.
La instalación del primer Congreso Constituyente, por el artista Francisco González Gamarra.
/ Andina
Héctor López Martínez

Apenas quedó instalado nuestro primer Congreso Constituyente, el 20 de septiembre de 1822, el general José de San Martín puso sobre la mesa directiva la banda de Protector, insignia con la cual había gobernado desde el 3 de agosto de 1821, dentro de los límites del Estatuto Provisorio, y seis pliegos, de los cuales solo se leería públicamente el que contenía su renuncia. El Congreso, inmediatamente, lo colmó de honores y premios económicos, que en su gran mayoría no aceptó, abandonando el recinto para retornar a su casa en el pueblo de la Magdalena y ultimar detalles del viaje que emprendería en las primeras horas del día siguiente para no retornar nunca más al Perú.

En el segundo párrafo de su renuncia daba la clave de los motivos de su inminente partida: “El placer del triunfo de un guerrero que pelea por la felicidad de los pueblos, solo lo produce la persuasión de ser un medio para que gocen de sus derechos; más, hasta firmar la libertad del país, sus deseos no se hayan cumplidos, porque la fortuna vária de la guerra muda con frecuencia el aspecto de las más encantadoras perspectivas”. Lo que se necesitaba, prioritariamente, era proseguir la guerra contra el enemigo realista al mando del virrey La Serna y el general Canterac, numéricamente más importante, baqueano, bien armado, que permanecía sin problemas de víveres en la ciudad del Cuzco.

Políticamente José de San Martín sufrió serios reveses. No tenía respaldo oficial ni del gobierno de Buenos Aires, que lo detestaba, ni tampoco del de Chile, donde Bernardo O’Higgings, a título personal, le brindó magro y aislado apoyo. Su fórmula independentista monárquica fue rechazada en todos los puntos donde sus embajadas intentaron que fuera aceptada. Aquí, en el Perú, su correspondencia secreta con Canterac para hacer posible este planteamiento repitiendo lo suscrito en Punchauca, quedó en nada. Su colaborador más próximo en asuntos políticos, Bernardo Monteagudo, fue expulsado del Perú sin ningún miramiento.

En la Conferencia de Guayaquil, a la que fue San Martín evidentemente sin muchas esperanzas, se habló de asuntos políticos y diplomáticos a los que los hechos consumados, en algunos casos, ya habían dado solución. Pero el tema medular fue el pedido que le hizo San Martín a Bolívar del envío de un ejército al Perú, recibiendo como respuesta de éste que solo lo podría auxiliar con una fuerza de menos de dos mil hombres. Allí terminó todo. No había más que hablar y por eso San Martín retornó precipitadamente.

El ejército vencedor en Chacabuco y Maipú que trajo San Martín, en ese momento tenía una oficialidad corroída por toda suerte de intereses, totalmente desmoralizado. La historiadora argentina Beatriz Bragoni no duda en afirmar que el Libertador había fracasado en el Perú. Timothy Anna también escribe repetidamente que fue un fracaso: “Sus oficiales comenzaron a ponerse en su contra en los mismos momentos en los que los ciudadanos de Lima lo hacían”. Incluso sabemos que hubo una conjura frustrada para asesinarlo. La plana menor, mayoritariamente chilena, estaba impaga, mermada por la epidemia de Huaura y no había tenido relevos significativos. Patricia Pasquali, igualmente argentina, excelente especialista en San Martín, coincidiendo con Bartolomé Mitre, dice: “Lo que para los demás fue una retirada prematura e incomprensible, para San Martín fue la actitud que exigía la exacta ponderación de los factores en juego”. Es evidente que ninguno de esos factores le era favorable. José Agustín de la Puente Candamo, el especialista en la época de la Independencia más importante del Perú, anota que el general San Martín tuvo “la inteligencia superior y la generosidad de alma suficientes para conocer sus limitaciones y retirarse a tiempo”.

En la extensa, íntima y melancólica conversación que San Martín tuvo en la Magdalena con su entrañable amigo y confidente Tomás Guido, horas antes de marcharse, hablaron de todo y en un momento de ella el Libertador le confesó: “Nadie, amigo, me apeará de la convicción en que estoy, de que mi presencia en el Perú le acarrearía peores desgracias que mi separación. Así me lo presagia el juicio que he formado de lo que pasa dentro y fuera de este país. Tenga usted por cierto que por muchos motivos no puedo ya mantenerme en mi puesto, sino bajo condiciones decididamente contrarias a mis sentimientos y a mis convicciones más firmes. Voy a decirlo: una de ellas es la inexcusable necesidad a que me han estrechado, si he de sostener el honor del ejército y su disciplina, de fusilar algunos jefes; y me falta el valor para hacerlo con compañeros de armas que me han seguido en los días prósperos y adversos”. Era cierto, San Martín nunca perdió su lucidez.

La plática de San Martín y Guido duró hasta cerca de las diez de la noche. De pronto el ex Protector se puso de pie, tomó su capote y una gruesa bufanda y mientras se colocaba esas prendas salió a la puerta de la casona donde lo esperaba su edecán Soyer y una escolta de ocho granaderos bien armados. El Libertador, antes de montar en su cabalgadura, dio un estrecho abrazo a Guido y luego, a buen trote, tomó el camino de Ancón. Llegó al puerto un poco antes de las dos de la mañana del 21 de septiembre. Subió al bote que lo esperaba y poco después abordó el bergantín Belgrano. Su equipaje ya estaba en su camarote. Minutos más tarde zarpó el buque en pos de Valparaíso. ¡Grandeza de hombre y lealtad de soldado! Su nombre, su gesta, los aprendemos desde niños y quedan para siempre en lugar señalado de nuestra memoria y de nuestro corazón.

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