Enrique Prochazka. (Foto: Juan Ponce/ El Comercio)
Enrique Prochazka. (Foto: Juan Ponce/ El Comercio)
Enrique Planas

Elegantes, profundas, notables. Ficciones en las que lo fantástico se proyectaba en diferentes direcciones, alcanzando incluso al propio autor. En 1997, (Lima, 1960) publicó un libro que le había tomado más de diez años, titulado "Un único desierto". En él podíamos encontrar la historia de un arquero cuyas flechas siempre dan en el blanco; un guerrero español abandonado por Pizarro en una isla desierta; la crónica del nefasto primer encuentro con extraterrestres; una reescritura del mito de Teseo y el Minotauro; dos manos que se rebelan contra la totalidad de un cuerpo; el técnico que roba la energía eléctrica para su pueblo cual peruanísimo Prometeo; la sorprendente y fallida huida de un prisionero de su prisión; la mitología griega mezclada con chamanismo norteño; la dictadura que soñó Orwell en 1984 vista mil años después; las causas del suicidio colectivo de la humanidad; y, finalmente, un genial sueño de artificio medieval.

Aquellos catorce cuentos de perfecta ejecución golpearon en 1997 a un medio literario peruano percudido de realismo sucio. El libro fue una hermosa rara avis que abrió nuevos cauces para nuestra literatura. En su coctel destacaba la huella de Borges, pero también la Enciclopedia Británica que amaba el autor argentino, y sus lecturas de Schopenhauer, Thomas de Quincey, los gnósticos y, cómo no, Homero.

Veinte años después, una nueva edición de "Un único desierto" fue recientemente presentada en Lima con la presencia del escritor, actualmente radicado en Ciudad de Guatemala. En el acto celebrado en la Librería Sur de San Isidro, Prochazka confesó que "Un único desierto" era un libro "irrepetible", pues el escritor que lo publicó en 1997 ya no existía. "Es un libro que me resulta entrañable, y si yo quisiera, podría seguir escribiendo de esa manera. Pero hay otras cosas que me interesan más ahora", me explica al comenzar esta entrevista. "El misterio y lo sagrado, cierta metafísica y cierta lógica que impera sobre el mundo, eran elementos de mi carrera profesional. Yo estudié eso, la relación entre lo sagrado y lo profano, entre la metafísica y la física. Pero luego dejé de ser ese filósofo. El mundo de la metafísica ha perdido vigor, querencia y espacio. Hay otras urgencias en el mundo", afirma el escritor, montañista y fotógrafo.

— Como "exclusivo y artificial" calificó la Academia Sueca a Jorge Luis Borges según los documentos desclasificados que registran el debate para elegir el Nobel en 1967. ¿Qué te parece este análisis?
Muy sueco.

— ¿Qué quieres decir?
Los suecos tienen rabo de paja respecto a la Segunda Guerra Mundial. No están muy contentos con su conducta. Entonces, para ellos ser políticamente correctos es una misión nacional. Y creo que lo hacen muy bien. En el caso de Borges, es una lectura contra los tiempos. Borges estaba escribiendo como lo hacemos ahora los latinoamericanos, solo que mucho antes de tiempo. Y los suecos no supieron leer eso. Pocos países se han enamorado del 'boom' latinoamericano como Suecia. Antes que Carpentier, ya Borges estaba diciendo qué era América Latina, y no se parecía a lo que ellos querían que fuera. Mario Vargas Llosa, en su bellísimo discurso de aceptación del honoris causa en la Universidad Católica, "Sueño y realidad de América Latina", exploró todas estas ideas europeas de cómo debía ser nuestro continente, ya que ellos necesitaban que fuera así. Y si a Borges no le dieron el premio fue porque su obra no se parecía a esa imagen preconcebida. ¡Es obvio que lo merecía, es uno de lo grandes escritores del siglo! Pero la Academia se ha equivocado tantas veces que no me causa extrañeza. Borges tiene el extraño mérito de no haberlo ganado nunca.

— Toco el tema de Borges porque fue un autor al que la crítica te asoció luego de que publicaras tu primer libro, "Un único desierto". La crítica más miope te consideró un epígono del escritor argentino, una especie de Borgesito. ¿Cómo lo sentiste entonces?
Me pareció un facilismo que iba a suceder de todas maneras. Antes de publicar este libro, cuando estaba en contacto con alguna gente que estudiaba literatura en la Universidad Católica, alguien me leyó una línea que decía: "Los Borgesitos son la perdición de la literatura". Recuerdo mucho esa frase. Yo no era un Borgesito, pero me preguntaba el porqué de esa afirmación. Supuse entonces que había un montón de gente intentando escribir como Borges y que no les iba muy bien. Para mí, eso era un dato desconocido. Porque, tal vez, yo ya escribía como Borges antes de leerlo. Yo lo leí relativamente tarde, a los 18 años. Y las cosas que había leído de él me llevaron a escribir reflexiones en la misma línea de asombro respecto al cosmos y los ordenamientos misteriosos del mundo. Disfruté mucho leyéndolo. Naturalmente, empecé a escribir parecido, pero desde luego no generó un giro de 180 grados en mi literatura.

— Es interesante ver qué encumbra y qué menosprecia la crítica local...
Es pura arbitrariedad de juicio. Para mí es una interrogante, un motivo para rascarme la cabeza. ¿Cómo agrupas tal cosa con otra?

—¿Crees que tiene que ver con la identificación de la crítica local con la tradición realista de nuestra literatura?
Todo lo que no va con esa perspectiva queda un tanto relegado... Creo que eso se rompió un poco con este libro, pero después he visto gente que lo hace mucho más. Alfredo Bryce ya era la excepción. Hablo más del personaje que de sus libros. En 1982, una vez que había venido al Perú, recuerdo haber ido a un auditorio para 1.200 personas, que veníamos a ver a este personaje fascinante que con un vaso de vodka delante era capaz de hablar horas sobre cualquier cosa. Era capaz de entretener solo con su voz, incluso contando chistes y diciendo tonterías. Yo creo que un escritor, cuando está ante su público, es un 'performer' también. Es el caso del español Enrique Vila-Matas, que se sienta delante de la gente y empieza a decir mentiras. Las dice tan bien que te las crees todas. Y sí, la crítica espera que no seas así.

Enrique Prochazka. (Foto: Juan Ponce/ El Comercio)
Enrique Prochazka. (Foto: Juan Ponce/ El Comercio)

— ¿Crees que han cambiado las cosas?
Creo que hemos ganado un espacio. Mario Bellatin, por ejemplo, ha conquistado un espacio diferente. Yo tengo uno alterno, que no se parece al de ninguno de ellos. He descubierto aquí que la gente me quiere, que no me exige nada, que está dispuesta a leer lo que les ponga delante. Incluso los editores me tratan de esa manera, cosa que es, entiendo, un lujo. Algo que agradezco, por supuesto.

— La literatura actual tiene una diversidad que no tenía hace 20 años, cuando publicaste "Un único desierto". ¿Pero no crees que se mantiene aún el estereotipo del escritor realista en el medio local?
Lo que paga ser realista es que, quizá, podrías tener un poco más de éxito. El cuánto más dependerá de los círculos y los contactos que tengas. Pero eso no tiene que ver con la calidad. Algunas de mis amigas escritoras, por ejemplo, escriben un intimismo que también es realista, y no les veo mucha fantasía. Creo que lo fantástico es un área aún por desarrollar. En efecto, aquí se celebra la reflexión sobre el mundo tal cual es. ¡Pero la realidad es tan aburrida!

— Cuando publicaste tu primer libro, entonces casi todo lo publicado eran novelas de realismo sucio...
Sobre todo Ray Loriga y los autores de McOndo. Eso era lo que se hacía. Y estaba "Al final de la calle", de Óscar Malca, y poco después "Matacabros", de Sergio Galarza. Soy absolutamente incapaz de escribir realismo sucio porque no lo he vivido y no lo conozco. Yo conozco mejor los amaneceres que las madrugadas, aunque la hora sea la misma. Es la hora en que me levanto. La ciudad que yo conozco es la ciudad no viciada, digamos.

— ¿Hasta qué punto te consideras un escritor peruano? ¿Cuánto se justifica hoy este adjetivo?
Últimamente cuestiono más el adjetivo 'latinoamericano'. No tengo la menor idea de qué es. Un autor panameño radicado en Miami no puede estar más lejos que un escritor indigenista en la Patagonia. Por otro lado, creo que los peruanos empezamos a darnos cuenta de que no hay autores peruanos. Fernando Iwasaki es quien más ha levantado una frase mía: "Si con cualquier cara uno es peruano, también cualquier cuento es un cuento peruano". Iwasaki, con su poncho kimono flamenco, es el escritor peruano más universal, incluso más que Mario Vargas Llosa. Porque él hace énfasis en esa multiplicidad de orígenes. La verdad, yo no le encuentro sitio a la literatura peruana como corpus reflexivo. ¿Dónde termina? ¿Dónde comienza?

— ¿Deberíamos replantear la forma en que concebimos las literaturas nacionales?
¿Por qué no? Estamos escribiendo prácticamente sobre lo mismo. Tengo un cuento sobre un peruano del Holoceno, que sale a cazar zorros con ayuda de sus perros. En la historia suceden cosas graciosas y sangrientas. Es un cuento peruano: sucede en Junín, al final de la Edad de Hielo, hace 10.600 años. Pero podría estar situado en la estepa siberiana y sería muy parecido. La verdad, no le veo las fronteras.

— Los escritores siempre utilizan para su literatura los hallazgos de nuestra vida cotidiana. ¿En tu caso, cuánto te sirve la afición de escalar cerros para tu trabajo?
Hemingway pescaba, corría toros y domaba caballos. A mí nunca me ha sorprendido eso. El otro día un amigo me decía, criticándome, que me estaba portando como un adolescente. Y es cierto, nunca he dejado de serlo. Nunca he dejado de moverme como uno: veo un muro sobre un barranco y lo salto. Solo porque puedo. Mientras pueda, lo voy a seguir haciendo. Anoche coordinaba con un viejo amigo qué escaladas íbamos a hacer en los próximos 20 años. Yo pienso subir unas 30 cumbres más hasta que pueda.

— ¿Cuál es la cumbre más ambiciosa en tu lista?
Hay una punta de roca sin nombre en medio de la sierra de Yauyos. No se ve desde ninguna población y ningún camino de pastores pasa cerca. ¡Es un edificio de 200 metros! No solo es desconocida, sino que nadie ha estado allí. Eso me atrae mucho. Quiero ir con una pequeña expedición y subirla. Y nadie va a saberlo. Solo unos pocos amigos.

— ¿Encuentras un símil entre enfrentar el límite vertical con la creación literaria?
A mí me gusta el hacer. Cuando estoy escribiendo y entro en vena, un párrafo te sugiere otro. Entras con buen ánimo, luego no te gusta tanto lo que has escrito y lo borras todo. Descubres qué partes del párrafo anterior quedarían mejor en el siguiente... Pasan esas cosas. Me pasa lo mismo con la escalada. Una vez que estás en el flow, en la dinámica, aparece el reto. Y dedicarle tus recursos para resolverlo me produce un placer semejante.

— Vives en una extraña triangulación de ciudades: Guatemala, Estocolmo y Lima. Supongo que no puedes dejar de compararlas...
Una de las fuerzas intelectuales que gobernaron la primera mitad del siglo XX fue el determinismo geográfico. La certeza, por ejemplo, de que a mayor distancia de la línea del ecuador, mayor nivel de desarrollo. En 1986, cuando viajé a Checoslovaquia, entonces detrás de la cortina de hierro, vi las colinas verdes y la tierra de mi abuelo por primera vez. Lo sentí muy familiar... Y muy aburrido. Me dije que podría haber vivido allí, pero también me habría ido como mi abuelo, en busca del desierto. El desierto me gusta porque es limpio, no tiene gente. Y, de repente, estas personas que, como yo, buscan geografías que no las determinen son las que fundan países nuevos y ánimos nuevos.

— ¿Hay en el desarrollo sueco alguna receta para la crisis política local?
Tengo la sensación de que el país donde actualmente resido, Guatemala, tiene serios problemas para definirse a sí mismo. Guatemala no tiene una noción de sí. Creo que Perú está un paso más adelante, con sus varias identidades superpuestas. Sin embargo, Perú no es, obviamente, una nación que tenga un proyecto común. Y a mí me sorprende que la intelectualidad tarde en saberlo. Una y otra vez rozan esa verdad y se distraen con sus propios proyectos políticos, sin darse cuenta de que, sin conversar, no vas a ninguna parte. Solo son ellos y sus grupos de Facebook. Suecia, obviamente, es un país con un proyecto nacional. Un proyecto con el que el 89% de la población está de acuerdo. Hay una extrema derecha que quiere regresar a la vieja idea de los años 60, cuando había una sola etnicidad en el país, pero su proyecto no goza de mucha aprobación. En todo caso, mucho de lo que se ha hecho para convertir a Suecia en un país multirracial es irreversible. Y esta gente que llega, sirios, etíopes o peruanos como yo, se integra a ese proyecto común porque lo respeta. ¡Suecia abolió la esclavitud hace 850 años! Ciertamente, ni en el Perú ni en Guatemala estamos en condiciones de empezar un camino que inició otro pueblo hace 850 años. Es un error querer imitarlo, pero sí es urgente encontrar un proyecto común que, desde luego, no es el de la Constitución que tenemos ni el de ninguno de los grupitos de Facebook que están sacando sus pronunciamientos. No veo otra opción más que el diálogo.

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Título: “Un único desierto”.
Autor: Enrique Prochazka
Editorial: Seix Barral
Páginas: 226

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