"El amo Harold y los muchachos", una crítica al racismo
"El amo Harold y los muchachos", una crítica al racismo
Enrique Planas

Todo sucede dentro del salón de té del parque Saint George. Sam es el criado del joven Hally, sobre quien ejerce cierta influencia paternal, y Willie, el criado más joven, trapea el piso ensayando los pasos de foxtrot, con los que buscará imponerse en el concurso de bailes de salón que se avecina. Allá afuera, el apartheid le da forma a un mundo gobernado por una minoría blanca que somete a la mayoría negra. Son los años 50 del siglo pasado, y el racismo y su violencia programan las mentes de quienes viven bajo el régimen. A pesar de que hay ideales progresistas de cambio entre algunos, el colonialismo impone sus reglas. Esta historia del dramaturgo sudafricano Athol Fugard ocurre en un día de lluvia, y la armoniosa rutina al interior del salón podría verse sacudida por la tormenta.

Cuando hace años el cineasta Adrián Saba leyó “El amo Harold y los muchachos”, conectó con el texto de una manera profunda. Se convirtió en su único proyecto teatral que, tras años de espera, lleva ahora a la escena del teatro La Plaza. “Para mí, lo más importante era ver a esos tres seres humanos sobre el escenario”, señala, destacando la notable profundidad de los personajes de Fugard, interpretados en su montaje por Fernando Luque, Lucho Sandoval y Alejandro Villagómez. Terminado el ensayo buscamos un salón de té en Larcomar e iniciamos con todo el equipo esta conversación.

1973, Londres. El autor teatral Athol Fugard y los actores sudafricanos John Kani y Winston Ntshona.

Londres, 1973. El autor y director teatral Athol Fugard y los actores sudafricanos John Kani y Winston Ntshona.

—“El amo Harold y sus muchachos” es, entre otras cosas, un gran despliegue para la actuación...

Fernando Luque: Adrián nos dio mucha libertad para proponer. Nos basamos en buscar la verdad en la escena. Pude prescindir de algunas cosas técnicas de mi formación de actor, y fue gratificante. Generalmente siempre mantengo un armazón técnico para trabajar y sentirme seguro. Como esta es una obra tan realista, me permitía estar en el escenario, sin preocuparme, sin pensar qué hacer.

Lucho Sandoval: Para mí fue un gran reto porque me he confrontado con mi pasado de actor del Tercer Teatro. Le dije a Adrián que quería decir simplemente mi texto, y que este vaya entrando dentro de mí sin pretensión de ponerle una intención a priori. Ese ha sido el proceso, y para mí es nuevo. Algo diferente a lo que he venido haciendo desde hace 25 años.

Adrián Saba: Es importante que el actor se escuche, no decir nada antes de haber escuchar al otro, siempre preguntarse por todo. Y también tuvimos ensayos particulares, como por ejemplo ir a volar una cometa a la Costa Verde. 

—¿Una cometa?

Adrián Saba: [Ríe] Lo hermoso fue que Lucho recordaba cómo construir cometas. No solo la llevamos a volar, sino que la fabricamos. 

—Quiero entenderlo bien. ¿Se fueron a volar cometas para ensayar?

Adrián Saba: Sí, para que cuando Hally pueda contar la historia de cómo aprendió a volar una cometa acompañado por Sam, tenga un recuerdo de verdad. ¡Fue hermoso ese día!

—¿Ninguno de ustedes había volado antes una cometa?

Fernando Luque: [Ríe] Cuando lo decía en el texto, lo decía como cualquier cosa. Pero cuando hicimos ese ensayo en la Costa Verde, cuando tu cuerpo sabe lo que es volar, luego ir al escenario y decirlo, resulta distinto.

Adrián Saba: Veía la cometa y me decía que no iba a volar. Y la primera vez, efectivamente, fue un desastre. Pero la volvieron a construir y voló. Allí hay un sentimiento que quedó para la obra. 

—¿Cuán cerca sienten una obra sobre el apartheid en Sudáfrica de la realidad local?

Lucho Sandoval: Para mí, como afrodescendiente, siento que todavía vivimos como en el apartheid. En la obra, el personaje de Hally es un niño que mantiene una relación cordial con los sirvientes negros, pero es parte del sistema. Su forma de pensar y sentir son parte de lo que significaba el apartheid.

Adrián Saba: El contexto de la obra puede parecer distante, pero resulta muy próximo cuando vemos cuán indiferentes somos con la situación de las empleadas cama adentro o del muro que divide Pamplona Alta de Casuarinas. Han pasado años del apartheid y aquí las cosas no parecen haber cambiado del todo.

Fernando Luque: Si bien en el papel se reconocen los derechos de todos, el problema de la discriminación racial sigue afectándonos porque es un problema diseminado en el cuerpo social de manera muy sutil, estancado en nuestra cultura. Pueden haber millones de leyes, pero mientras el individuo no las interiorice, se seguirán reproduciendo las conductas nocivas. Esta obra te las pone delante, en la piel de un chico con el que puedes identificarte perfectamente. El personaje que yo interpreto es un chico inteligente y progresista que desea cambiar las cosas, pero carga con esta conducta racista. 

—Tu personaje evidencia que los buenos propósitos intelectuales pueden contaminarse por los prejuicios atávicos. ¿Cómo generar cambios sociales cuando nuestros prejuicios son un lastre?

Fernando Luque: La ley llega antes de que el humano la interiorice. De alguna manera, en el Perú se cumple con tener el marco legal, cada vez son más las leyes que judicializan expresiones de racismo. Pero luego hay que impulsar un trabajo cultural, que haga reflexionar a los individuos.

Fernando Luque (con saco verde), Lucho Sandoval y Alejandro Villagómez (al fondo) en escena. (Foto: Nancy Chappell)

Fernando Luque (con saco verde), Lucho Sandoval y Alejandro Villagómez (al fondo) en escena.

—La obra presenta diferentes problemáticas sociales: el colonialismo, el racismo e incluso la violencia familiar...

Lucho Sandoval: En nuestra sociedad hemos aceptado convivir con la violencia. Por ello nos resulta difícil percatarnos de ella, identificarla. Uno mismo comienza a asumir que las situaciones de racismo, la discriminación por sexo o la violencia familiar son parte de la normalidad. Y eso la obra nos lo pone frente a los ojos.

Adrián Saba: A mí me encanta el personaje de Hally porque tiene un enorme potencial. Es sensible, talentoso, irreverente, pero a la vez destructivo. Tiene dos caminos: ser un gran villano o una gran persona. Tú ves de dónde parte su intolerancia: de sus propias frustraciones. En su caso, nacen del odio que siente por su padre, un inválido alcohólico a quien no ha sabido perdonar. Aún es un niño, no tiene la sabiduría de vida que sí tiene Sam, el criado.

Fernando Luque: Creo que lo primero que debemos enfrentar para combatir el racismo es a nosotros mismos. Por ejemplo, hay una parte de la obra en la que Hally saca todos sus demonios e insulta sin piedad a Sam. Y Sam le responde: “A quien debería insultar no es a mí, sino a su padre. Pero prefiere escudarse en su piel blanca”. Claro, lo que está haciendo Hally es proyectar en Sam su odio contra su padre. Y lo hace porque tiene la excusa de que es negro. En ese momento, el muchacho revela que vive en una cultura que desprecia a los negros, tiene la excusa de apelar a eso para desplegar su odio. Pero su odio no tiene nada que ver con el color de piel de quien tiene delante, sino con un asunto familiar. Eso te dice que enfrentarte a tus propios demonios es un trabajo arduo. Pero eso sería un buen inicio.

Alejandro Villagómez: En el caso de Willie, mi personaje, es algo que hablábamos en los ensayos. Él agrede a su esposa porque es el mismo trato que él ha recibido. Él nunca tuvo una educación amable, solo ha recibido agresiones.

Adrián Saba: Willie también es un personaje frustrado. Es poco inteligente, seguramente es el punto de burla del barrio. Si Sam, que tanto lo quiere, se burla de él, imaginémonos cómo lo tratan los demás. Entonces solo conoce la agresión como respuesta. Es como le dice Sam cuando le enseña a bailar sin tropiezos: “Vivimos en un mundo de colisiones: tú te chocas conmigo, yo contigo, o Estados Unidos con Rusia”.

—A propósito, el gran símbolo de la obra tiene que ver con el baile de salón. ¿El baile es, para Athol Fugard, una analogía de la convivencia ideal, la gran metáfora para eliminar los conflictos?

Lucho Sandoval: La metáfora es interesante. La idea de tener un ritmo común, que te lleva a representar ideales comunes. Nos movemos con ese mismo ideal, la misma cadencia. Además, con el baile tú tienes que escuchar al otro, sentirlo para no tropezar. Cuando escuchas al otro estás aprendiendo tolerancia.

Fernando Luque: En el baile hay una actividad, una armonía, estás formando parte de un ritual.

Adrián Saba: Y es una gran analogía, porque el personaje de Willie es el que no baila bien, mientras se lamenta por todos sus conflictos con Hilda, su esposa. Sam, en cambio, que tiene las cosas más resueltas, es un gran bailarín.

Fernando Luque: Pero en honor a la verdad, lo que dice Hally para traerse abajo todo este idealismo por el baile también es muy cierto: ¿cómo podemos ponernos a bailar todos en armonía si estamos rodeados de gente inválida? ¿Gente a la que no le interesa escuchar al otro ni compartir su ritmo? ¡Cómo hacemos para que bailen? ¡Es muy difícil! Y eso es lo que a Hally lo llena de frustración. Él parece estar de acuerdo con que bailar debe ser el máximo fin de la vida, ¿pero cómo hacemos si muchos hombres no podrían dar ni siquiera el primer paso? Él sabe que no puede ser feliz por el alcoholismo y la invalidez de su padre. La vida se lo ha puesto muy difícil y eso lo frustra profundamente. Por eso, la obra de Fugard es extraordinaria: te muestra todas las aristas del origen del prejuicio y de la violencia. 

—Para ambos criados, el concurso de baile de salón organizado en el pueblo es un espacio de libertad, la ilusión de un mundo sin conflictos. ¿Cuán importante era el foxtrot para las comunidades negras?

Lucho Sandoval: Pienso que era como el vals aquí, o como la polca. Los negros lo veían bailar en las familias blancas y hacían una adaptación. Así, si el vals clásico es de tres cuartos, ellos adaptaron el vals peruano en cinco octavos. 

—¿El foxtrot sería una jarana limeña?

Lucho Sandoval: ¡Por supuesto! Hay una adaptación, una africanización del ritmo, sin perder la esencia.  

—¿Cuánto de experiencia personal del autor podemos encontrar en este drama?

Adrián Saba: Es una obra muy cercana a él. Cuando investigas, te das cuenta de que el personaje de Sam sí existió en la vida real. Incluso hay una foto de la familia de Fugard con él. El salón de té del parque Saint George también es real, y los padres del autor eran los dueños. Por cierto, el primer nombre de Athol es Harold y después lo cambió, aunque no sabemos las razones. Y otra cosa, su propio padre era lisiado y alcohólico, como en la obra.

—Pues qué mejor final de la obra que ese: un dramaturgo que enmienda el racismo de su juventud escribiendo una obra como esta...

Fernando Luque: Al final de la obra está claro que no puede haber abrazos debido a que los personajes se han dicho cosas terribles. Y ya se han roto las cosas que los unían. Pero el gran mensaje de la obra es que, pasados unos años, Athol Fugard escribe esta obra. Más allá de una reconciliación, es una reivindicación del personaje de Sam. Y así convierte a su antiguo criado en un personaje muy parecido al mismo Nelson Mandela.

MÁS INFORMACIÓN

Lugar: teatro La Plaza, Larcomar, Miraflores. Temporada: del 19 de enero al 28 de febrero. Jueves a martes, 8 p.m. Domingos, 7 p.m. Entrada: Teleticket (S/70 y S/30).

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