(GEC)
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/ ANTHONY NINO DE GUZMAN
José García Calderón

El taxi colectivo, en su esencia, expresa una contradicción. Lo colectivo es también sinónimo de interés público; pero el taxi, al ser ya un modo de transporte legal, aunque escasamente regulado, está lejos de atender las necesidades de transporte de la mayoría de peruanos en las ciudades y regiones del país. Y ante una sociedad fiel al principio de las contradicciones en los asuntos de interés público, hemos sido todos testigos del surgimiento y masificación de este híbrido de la movilidad urbana, destinado a desplazar a la combi asesina como emblema del caos que atraviesa el transporte de personas en nuestras ciudades y regiones.

Si esto es así de contradictorio, ¿por qué nuestras ciudades están llenas de taxis colectivos? Por tres razones principales estrechamente ligadas entre sí: son una válvula de escape a la presión social de la falta de trabajo, las capacidades de gestión y fiscalización son tremendamente débiles por parte de las municipalidades provinciales competentes y, en tercer lugar, no existen sistemas eficientes de transporte público masivo en ninguna de las ciudades y regiones peruanas que constituyan una alternativa mejor. Enfrentar seriamente el problema implica atender estos tres frentes de manera simultánea.

La ley aprobada el jueves, bajo la excusa del tan manoseado paradigma de la “formalización”, responde únicamente a la primera de estas causas. Aquí entonces es donde se termina subordinando el interés público mayoritario frente al de algunos grupos de interés particular. Igual pasa, por ejemplo, con la permisividad estatal hacia las invasiones de terrenos y las condiciones paupérrimas en las que se ha desarrollado el comercio de abastos en nuestro país. La pandemia actual nos recuerda crudamente que las consecuencias de tanto populismo errático las pagamos todos sin excepción.

Cabe ahondar así mismo en los antecedentes de este tipo de medidas populistas. La liberalización del transporte público, con el cambio de modelo económico a inicios de la década de los 90 y la posterior masificación de los taxis colectivos en las principales ciudades del país, demolió los antiguos sistemas de transporte público e impide también que surjan nuevos sistemas de transporte masivo formal. Fiel testimonio de esta situación son los esforzados pero infructuosos intentos en algunas ciudades del interior del país como Arequipa o Chimbote de promover sistemas integrados de transporte, compitiendo con un enjambre de taxis colectivos que hacen inviable cualquier concesión formal.

Exceptuar a las provincias de Lima y Callao tampoco libera a la capital de las nefastas consecuencias de este estropicio legal. Lima y Callao forman hace décadas una sola metrópoli. La realidad territorial supera una vez más lo que las normas pretenden regular. La expansión de la metrópoli de Lima y Callao ya ha superado sus límites provinciales. Los balnearios de Asia y las áreas industriales de Chilca hacia el sur en Cañete, y nuevos polos como el puerto de Chancay, son una muestra de eso. En este contexto, ¿no podrían acaso las municipalidades provinciales al norte y sur de Lima autorizar rutas aduciendo el criterio de “continuidad territorial”? Tal fue la argucia empleada por la Municipalidad Provincial de Huarochirí durante años para llenar a Lima de combis asesinas y costó mucha congestión y muertes conseguir una sentencia del Tribunal Constitucional que bloqueara ese contrasentido.

El Congreso debe revisar la ley aprobada y abordar seriamente el desafío que implica la complejidad del problema de la movilidad urbana en el país. No puede persistir en este error y darse a la fuga después de este estrepitoso choque contra los intereses de la mayoría de ciudadanos en el país.

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