La campaña mundial de vacunación contra el COVID-19 está avanzando a pasos acelerados. Un 20% de los peruanos ha recibido al menos una dosis y cerca de 4 millones de vacunas están programadas para agosto. En Estados Unidos y en la Unión Europea el porcentaje de vacunados se acerca incluso al 60%. Sin embargo, en estos países la disposición a vacunarse es cada vez menor. Esto representa un problema importante, especialmente ahora que muchas restricciones empiezan a ser levantadas y que la variante Delta se está expandiendo.
El rechazo de las vacunas no es un fenómeno moderno. Ha existido desde que se comenzó a inocular en el siglo XVIII. No obstante, Internet y las redes sociales le han otorgado una plataforma de intercambio a grupos que antes eran mantenidos al margen por la comunidad científica, ampliando así su alcance e influencia en la sociedad. Los argumentos que fomentan esta actitud forman un interesante espectro que abarca desde preocupaciones legítimas sobre seguridad y eficacia hasta teorías más pintorescas, incluyendo microchips y personajes de la farándula internacional.
Por más ajenas al sentido común que parezcan algunas de estas ideas, el escepticismo hacia las vacunas es, hoy en día, una realidad innegable en el ámbito de la salud pública. Por lo tanto, es importante preguntarse ¿qué estrategias son las indicadas para reducir la aversión a las vacunas y aumentar la disposición por vacunarse?
Una estrategia razonable sería concentrar los esfuerzos en educar a la población. En teoría, brindando información de calidad permitiríamos que el individuo llegue por cuenta propia a la conclusión que vacunarse es un método efectivo y seguro de protegerse a sí mismo y a sus seres queridos. La realidad, sin embargo, es algo decepcionante. Los intentos por desmentir mitos y corregir la desinformación sobre las vacunas han mostrado poco éxito. Esto se debe a que la misma información es interpretada de manera distinta por ambos lados de la discusión. Muchos escépticos hacia las vacunas tienden a percibir las campañas informativas como engaños por parte de la industria farmacéutica y la comunidad médica. Claramente, estas circunstancias impiden un diálogo productivo.
Una postura alternativa es la que está intentando el Gobierno Francés: instaurar leyes que exigen a trabajadores de salud el estar vacunados contra el COVID-19 para poder trabajar y designar el estatus de vacunación como requisito para participar de la vida cotidiana. Desde el punto de vista práctico, medidas como esta prometen aumentar significativamente el porcentaje de vacunados en la población. Como resultado, el número de casos graves de COVID-19 que requieran hospitalización o cuidados intensivos se reducirá aún más. Desde el punto de vista ético, la respuesta no es tan sencilla. Por un lado, las personas tienen el derecho a informarse y tomar decisiones propias, especialmente cuando incumben a su salud. Por otro, en el caso de las vacunas la decisión personal tiene un efecto sobre el bienestar colectivo. ¿Qué pesa más: el derecho a la autodeterminación o la solidaridad social?
Ambas estrategias presentan defectos sustanciales. La solución ideal, a mi parecer, requiere un compromiso entre los diferentes actores. Por su parte, los gobiernos y la comunidad científica deben cultivar una relación de confianza con la población. En concreto, evitar escándalos de corrupción, sobre todo cuando la salud de las personas está en juego. Los escépticos hacia las vacunas, a su vez, deben alejarse de visiones conspirativas del mundo y aceptar la información científica, evitando tildarla de fraudulenta sin pruebas legítimas.
De no lograrse este compromiso, los gobiernos se seguirán viendo forzados a adoptar políticas autoritarias con el fin de proteger la salud de la comunidad.
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