Isabel Medem

Hace 30 años, las Naciones Unidas declararon el 22 de marzo como el por primera vez. Como alguien que trabaja en el sector de , saneamiento e higiene desde hace más de una década, este día significa mucho para mí. En el pasado, hubiera conmemorado esta fecha enumerando estadísticas, hablando de cuántas personas no tienen hoy acceso al agua y de lo urgente que es hacer algo al respecto. Luego, hubiera señalado que, en tiempos de cambio climático, el agua es un bien común cuasi sagrado del que dependemos para sobrevivir. Hubiera señalado, también, cómo una catástrofe como el ciclón Yaku deja en evidencia la urgencia de un buen manejo de las aguas del país. Y, por último, hubiera enfatizado que el acceso al agua es un derecho humano, parte fundamental del derecho a la vida, y que está garantizado en la Constitución del . Es cierto que todos estos datos me siguen impresionando; sin embargo, hoy, me surgen dudas sobre cómo hablar del Día Mundial del Agua. ¿Por qué?

Y es que la información sobre la falta de suministro de agua suele conducir a la siguiente respuesta: “El desarrollo es un proceso que lleva tiempo, ¡y lo que cuenta es que nos estamos moviendo en la dirección correcta!”. En mi opinión, esto es una falacia, porque, si nos hacemos la pregunta “¿Para quién se ha producido una mejora gradual?”, comenzamos a patinar. De hecho, las Naciones Unidas reconocen que, si bien la desigualdad ha disminuido entre países, ha incrementado dentro de los países. El Perú es un caso concreto: ¿Cómo explicamos que no existe ni siquiera una planificación urbana mínima para proporcionar a las personas una vivienda digna? ¿Cómo explicamos que 43 empresas privadas poseen la mayoría de los derechos de agua del país? Y, a nivel ético, ¿cómo explicamos la marginación continua de grupos enteros de población en este país? O sea, ¿cómo explicamos la persistente distribución desigual de los derechos humanos?

Es un fenómeno cada vez más estudiado que el nacimiento de los Derechos del Hombre “coincidió con la deshumanización de la mayoría de los habitantes del mundo, al negarles el estado de ‘humano’”. (Anne Phillips, 2021, invocando, entre otros, al peruano Aníbal Quijano). Las mujeres no fuimos consideradas ‘humanas’ durante mucho tiempo. Y, ciertamente, tampoco lo fueron las personas esclavizadas y no blancas, como bien se sabe de la historia del Perú y lo dejó en claro –dolorosamente– la Revolución Haitiana (1791-1804). Con la Declaración de Derechos Humanos en 1948, parecía que se daba un nuevo paso hacia la idea de que ‘humano’ realmente significa todas las personas, aunque luego, en 1979, se tuvo que desarrollar una convención para la eliminación de la discriminación racial, seguida por una convención contra la discriminación de las mujeres, en 1981. Es común pensar que, si bien la trayectoria comenzó siendo profundamente injusta para muchas personas, esto no fue necesariamente a propósito y que, además, una tendencia hacia la mejora es evidente, y seguiremos rectificando nuestra comprensión de la igualdad. Yo pienso diferente y concuerdo con la evaluación de Phillips de que no solamente la comprensión de la igualdad fue intencionalmente excluyente desde un inicio, sino que en las últimas décadas hemos experimentado un declive en el valor y la urgencia que les damos a las ideas de la igualdad consagrada, supuestamente, en los derechos humanos. En muchos aspectos, sigue válido el análisis de la filósofa política Hannah Arendt que, en su obra sobre los orígenes del totalitarismo en 1951, demostró la paradoja de los derechos humanos en la práctica: cuando una persona se encuentra en una situación tan atroz y vulnerable que es reducida a ‘mero’ humano resulta ser cuando menos dispuesto está el mundo a aceptar el reclamo a sus derechos como humano.

En otras palabras: el momento en el que más necesitas tus derechos es cuando menos los posees. Y, así, celebrar el Día Mundial del Agua recordando que el agua es un derecho humano se siente vacío. Ya sabemos que millones de personas en el Perú son privadas, a diario, de una gran cantidad de derechos –a pesar de poseerlos por virtud de su ciudadanía–, además de ser, pues, humanos. La pregunta que deberíamos hacernos hoy, entonces, no solo es ¿cómo podemos asegurarnos de que las más de tres millones de personas en el Perú sin suministro de agua puedan ser parte del grupo que sí lo recibe? También debemos preguntarnos ¿cómo es que somos capaces de marginar a poblaciones enteras hasta el punto de que ni siquiera les proporcionamos acceso igualitario a su derecho al agua? Es decir, no es suficiente pensar en cómo incluir, sino más bien toca enfrentar en un acto de honestidad la pregunta del por qué venimos excluyendo a millones de personas año tras año.





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Isabel Medem es presidenta del directorio y cofundadora de Sanima