(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).

En el ámbito de la moralidad, el Perú es un lugar extraño. Somos un país en el que la gente pide castigos severos y celebra esa versión moderna de las ejecuciones públicas que son las prisiones preventivas; en el que el juez Concepción Carhuancho es muy apreciado por su supuesta valentía y en el que la sociedad civil vocifera sin descanso su indignación. 

Si alguien se dejara llevar solo por estas expresiones, pensaría que nuestro país está lleno de gente muy recta con estándares sumamente exigentes de moralidad. Pero la verdad es que –y esa es la rareza– este es un país donde la gente transgrede cotidianamente las normas, las autoridades abusan frecuentemente de su poder y en el día a día hay más transacciones truchas que en otros países. Digamos, entonces, que el debate público está saturado de indignación pero, simultáneamente, el poder y las calles están –sino llenas– cargadas de inmoralidad. 

¿Por qué esta contradicción? Porque parte de esa indignación moral no es genuina. La indignación es un sentimiento que sirve a los seres humanos como una suerte de detector de situaciones verdaderamente inmorales. Es muy malo para una persona, por lo tanto, que esa sensibilidad funcione mal o con distorsiones. Y es también muy malo que eso le ocurra a una sociedad. Este parece ser el caso peruano. 

Las razones para esta distorsión son varias. La más evidente, y la menos interesante de analizar, es la tendencia a criminalizar la política: esa propensión de muchos políticos peruanos a acusar al adversario de haber cometido delitos antes que confrontarlo por sus ideas.  

Pero hay otras dos razones que son más interesantes y que se han conjugado para crear el clima contraproducente que domina la discusión moral de nuestro país. La primera tiene que ver con el sentimiento que produce estar en el sitio del acusador. Acusar y pedir sanciones severas puede producir una sensación de superioridad moral, sensación que a mucha gente en nuestro país le gusta experimentar. La segunda razón es que, para algunos líderes de opinión, un discurso ‘indignado’ no solo atrae audiencias, sino que es eficaz para hacer creer que lo que se está diciendo es importante. Muchos comunicadores saben –consciente o inconscientemente– que no hay forma de resultar aburrido si se hace una ‘denuncia’. 

¿Qué hacer entonces? Una manera de diferenciar, en asuntos de moral pública, la ‘impostura’ de la ‘autenticidad’, y ‘lo grave’ de ‘lo menos grave’ es preguntarse, ante un conflicto, ¿quiénes son las víctimas y cuáles son los daños que estas personas están sufriendo como consecuencia de una ley o una práctica socialmente difundida? Si uno no puede identificar a las personas o a los grupos cuya dignidad ha sido vulnerada, entonces quizá no vale la pena escribir un post enfurecido en Facebook. El reciente caso del abusivo fallo del Indecopi en relación a los cines es una ilustración de una batalla en la que no queda tan claro a quiénes se reivindicaba. 

Estas reflexiones son necesarias porque el momento político nos exige a los peruanos que nuestra sensibilidad moral funcione sin trampas. Más aun, ahora que los periodistas de investigación –que han ayudado decisiva y meritoriamente a destapar los escándalos de Lava Jato– nos dicen que estamos a punto de conocer lo más importante. En ese sentido, es crucial que los ciudadanos podamos diferenciar entre recibir plata para una campaña –que está muy mal– y recibir una coima para una obra pública –que está pésimo–. El eslogan “Que se vayan todos” no ayuda a este fin. Es también necesario que la indignación colectiva exija no la cuestionable prisión preventiva, sino el conocimiento detallado de todos los hechos relacionados con los sobornos.  

Si, al final del día, la decencia se impone en este decisivo partido que está jugando el país, los peruanos deberemos usar nuestros sentimientos morales para juzgar correctamente, en relación a las empresas brasileñas, qué estuvo mal, qué estuvo muy mal y qué es imperdonable.