(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Santiago Roncagliolo

En el 2013, en pleno destape del caso de Óscar López Meneses, desayuné con un grupo de periodistas. Uno de ellos sacó su teléfono y nos enseñó el Facebook de una prima de López Meneses. Con nulo sentido de la prudencia, la señora había publicado imágenes de una pollada en su casa, a la que había invitado a decenas de jefes policiales. Durante nuestro desayuno, ante cada foto, un segundo periodista iba señalando con qué políticos tenían relación esos oficiales. Y el tercero asoció a cada uno de los políticos mencionados con distintos intereses económicos. Al final, el Facebook de la prima concentraba a toda la élite peruana, sentada frente a un pollo con ají.

En otros países, la corrupción es una institución seria. Con gran profesionalidad, el corrupto crea empresas de fachada a través de bufetes de abogados internacionales, transfiere sumas a paraísos fiscales, diseña arquitecturas financieras. En el Perú, el corrupto le lleva una bolsa de dinero a su primo para que lo reparta entre sus tíos. Y siempre deja un entenado insatisfecho, borracho y bocón.

Así funciona la corrupción porque así funciona el poder. Eso enseña “H & H” de Marco Sifuentes, el lanzamiento más jugoso de la Feria del Libro que termina este fin de semana. Sifuentes dibuja un detallado retrato de la pareja presidencial Humala-Heredia, nuestros Bill y Hilary Clinton peruchos, nuestros Néstor y Cristina Kirchner, la pareja destinada a compartir o incluso eternizarse en el gobierno... pero nos explica por qué todo les salió mal.

Si los Humala no pudieron dejar herederos, ni en el Ejecutivo ni en el Congreso, y acabaron en la cárcel, fue en gran medida gracias a una familia –especialmente la de él– que no paró de demandar su atención, enredarse en corruptelas, exigirles suicidios políticos como la liberación de Antauro, sabotearlos, acusarlos de las conspiraciones más delirantes y filtrar datos comprometedores sobre ellos. El mayor agujero negro informativo de la pareja, las famosas agendas, surgió de esa variante de la familia que son las empleadas, personas con acceso tanto a la intimidad del hogar como una cuñada. O más.

Y sin embargo, como también nos recuerda Sifuentes, sin esa familia, la presidencia Humala no habría sido posible. Fue su obsesivo padre quien inculcó en Ollanta la fascinación por el poder, y el hermano quien lo empujó a la arena pública. Fueron parientes de Humala y Heredia los cargos de confianza del gobierno y los administradores de la fortuna familiar. Los mismos Ollanta y Nadine ya eran medio parientes antes de casarse. Y por eso, al caer en la maraña de traiciones del poder, en el zafarrancho de un grupo político que mezclaba a militares con izquierdistas y liberales, en la pesada maquinaria de un Estado donde nadie sabe para quién trabaja, la pareja solo fue capaz de confiar uno en otra, llevando de manera personal hasta las más importantes decisiones políticas. La intendencia casera reemplazó a la política, y cuando abandonaron el gobierno, perdieron todas sus defensas.

Al final, los Humala son legítimos representantes de un país que no cree en las instituciones: ni en partidos políticos, ni en ministros, ni en jueces –mucho menos en jueces–. Los peruanos nos fiamos solo de nuestros parientes, y nos ponemos en manos, no de intereses, sino de odios y pasiones. En el país donde los corruptos se llaman entre sí “hermanitos”, la estabilidad nacional puede depender de una sospecha de cuernos conyugales o una noche de copas. “H & H” desnuda a unos poderosos que no establecen relaciones conspirativas sino venéreas, que no son personajes de ‘thriller’, sino de telenovela. Acaso como nosotros.