Cada día, una persona que conozco pierde un ser querido, o sus familias se infectan. A ello, se suma la sensación de terror de que el pulsioxímetro marque por debajo de 95 y tener que salir a enfrentar un sistema de salud brutal que no se da abasto, que deja a las personas sin nada, aunque tengan poco; y porque además te expone a que cualquiera pueda volver tu tragedia humana su negocio. Ese es el desamparo del Estado indolente que hemos construido en los últimos 20 años, a pesar del crecimiento fabuloso generado por “el modelo”.
Pero no solo el Estado ha fracasado, también ha fracasado la política; la democracia que se instauró en el Perú en los 90. Su problema no es ser poco democrática, Steven Levitsky comentaba que en términos electorales, el Perú es uno de los países más democráticos del mundo, que en ninguna otra democracia del mundo puede un ‘outsider’ como Castillo llegar a la presidencia. Sin embargo, su problema es su futilidad, en el sentido hirschmaniano. La dura realidad no logra permear la democracia, no logra representar y construir un sistema de gobernabilidad, es inútil, ¡y hasta “perversa”! El problema estaba claro desde el inicio: organizaciones políticas frágiles, que se han debilitado progresivamente, aún más con la corrupción. La preocupación del Tocqueville es la realidad del Perú hoy. Una mayoría electoral nos ha sometido a un juego demoledor donde solo participa el miedo y la catarsis. Este juego es el espectáculo más vergonzoso que las élites políticas en el Perú han armado en muchos años, en medio de la muerte y la desesperación de los peruanos.
Por un lado, el miedo que inspiran quienes “todo lo tienen”, incluida la vacuna en el extranjero, a quienes temen perder lo poco que obtuvieron en estos años; una educación (de baja calidad) para sus hijos, una casa propia aunque sin título, un trabajo que no te da ninguna seguridad más que la de tus propias fuerzas. Por otro lado, la catarsis, de quienes no dan más, de quienes sienten indignación por la desigualdad y las condiciones deplorables de salud, educación, vivienda, y trabajo en las que viven, y quieren destruirlo todo. Sí, todo, ¡hasta la Defensoría del Pueblo! Estos grupos expresan bien lo que muestra la última encuesta de Ipsos. Un 11% que no quiere cambios al modelo económico y un 32% que quiere cambios radicales.
La catarsis y el miedo son emociones, pero, como señala Jon Elster, estas no son reacciones aleatorias o espontáneas que surgen de un momento de locura. Las emociones están precedidas por antecedentes cognitivos de la experiencia social y la realidad percibida, en este caso, de muchos territorios en el país. Además, sus consecuencias políticas son reales. Solo mencionar que, en estas últimas semanas, nos hemos visto dominados por estas emociones que solo crecen en las redes, en los medios, y no hay espacio alguno para un debate serio sobre cuáles cambios requerimos para el Perú.
¿Podemos pensar fuera de este juego perverso, donde el miedo y la catarsis parecen ya destinados a un fin inevitable, sea cual sea? ¿Y si ya fue? Este torbellino político emocional llegará a su destino, a uno u otro; no parece posible desviarlo, menos detenerlo. Pero dónde está la parte no electoral de la política, la social. ¿Dónde está la sociedad civil, las organizaciones sociales, sindicatos, universidades y ciudadanos en general? La política electoral puede haber fracasado, pero ¿y la sociedad civil? La política siempre puede refundarse, cuando la sociedad civil es aún capaz de reconocerse y, a pesar de las diferencias, para forjar algunos lazos solidarios y capacidad deliberativa que puedan dar frente común a cual sea el resultado de esta contienda electoral. Tal vez es bueno empezar a pensar el futuro del Perú en una tercera vía.
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