En el tiempo tan difícil que nos ha tocado vivir, repasar la del nos puede brindar muchas enseñanzas. Nuestro país tiene un pasado milenario, es cuna de civilizaciones y ha sido objeto de las preocupaciones de muchos intelectuales que se preguntaron por el ser del Perú, por su viabilidad, por su futuro. Desde posiciones ideológicas muy distintas, historiadores de diversas generaciones han reflexionado sobre el Perú. Hoy se cumple el centenario del nacimiento de uno de ellos: (1922-2020).

Como hijo, colega historiador y colaborador suyo en varios proyectos de investigación, me resulta difícil expresar en pocos párrafos la trascendencia de su figura en la vida intelectual peruana. Y eso es porque tuvo muchas facetas: fue profesor universitario durante 68 años en la Pontificia Universidad Católica del Perú –entre 1947 y el 2015– y maestro de varias generaciones de historiadores; fue autor de un importante número de publicaciones sobre historia del Perú; fue un diligente promotor de investigaciones, referidas sobre todo al tiempo de la Independencia, desde el Seminario de Historia del Instituto Riva-Agüero; fue un eficaz gestor cultural, dirigiendo el propio Instituto Riva-Agüero, y, posteriormente, la Academia Nacional de la Historia; buscó siempre difundir la documentación histórica, y fue crucial su papel de coordinación para la aparición de la monumental “Colección Documental de la Independencia del Perú”; fue un permanente divulgador de la importancia del estudio de la historia en la formación de todo ciudadano; pero, sobre todo, fue un amante del Perú.

Mi supo transmitir a miles de alumnos una visión de la historia que combinaba el rigor académico con el amor por el Perú. Para él, el Perú y su pasado no eran solamente un mero objeto de estudio académico. Él contaba que su vocación por la historia nació en la sobremesa familiar, escuchando muchos relatos de sus padres, de su abuela Candamo y de otros parientes, sobre todo referidos al turbulento siglo XIX. En su casa de Orbea –donde nació, vivió y murió– se hizo cultor de la tradición. No la entendía como una simple evocación –más o menos romántica– del pasado, sino sobre todo como el origen de un compromiso de amor y servicio al Perú. En su casa aprendió a amar al Perú, y se identificó personalmente con su presente y con su pasado. Por eso sufría genuinamente al estudiar tantas “páginas negras” de nuestra historia, y a la vez ponderaba los episodios positivos, evocando a Jorge Basadre cuando afirmó que en la historia del Perú había habido muchas noches, pero no habían faltado las auroras. Con vehemencia afirmaba la realidad del Perú como una comunidad forjada por muchas generaciones, a través de la vida cotidiana. Reconocía, obviamente, el carácter heterogéneo de nuestro país, al manifestar que había muchas formas de ser peruano. Pero defendía la existencia de un común denominador, que explicaba la sobrevivencia del Perú luego de experiencias terribles, como la guerra con Chile. Era la “conciencia de sí” que el propio Basadre mencionaba. Incluso en los momentos más difíciles mantuvo su optimismo en la viabilidad de nuestro país.

Solía comparar el Perú del Centenario con el del Bicentenario, y constataba cómo el país se había ido integrando más. Ponía el ejemplo de Lima, que en 1921 era una ciudad criolla, y pequeña, y hoy en día –decía– “es una miniatura del Perú”. Reconoció como sus maestros intelectuales a José de la Riva-Agüero, a Víctor Andrés Belaunde y al padre Rubén Vargas Ugarte, quienes supieron también combinar el estudio de la historia con el amor al Perú.

El talante personal de mi padre buscaba la concordia y la armonía. Quizá por eso puso especial interés en resaltar los diversos elementos que unían a los peruanos. Su espíritu cordial y tolerante estaba basado en su visión cristiana de la vida. Católico convencido, fue muy respetuoso con el discrepante y mostraba gran delicadeza en el trato humano. Es ilustrativa una carta que dirigió en 1953 a su exalumno César Pacheco Vélez: al referirse a las personas “que discrepan de nosotros y de nuestra manera de ver las cosas”, le decía que no solo debían respetarlas, sino preocuparse por “observar lo que pueda haber de bueno y útil” en sus planteamientos. Concluía diciéndole que “debemos afanarnos en la obra positiva y no colaborar en la búsqueda de los desacuerdos ni de las rivalidades”.

Tal como ha escrito recientemente el distinguido poeta Marco Martos, “José Agustín de la Puente Candamo es lo que se llama un intelectual orgánico de una causa, la del Perú. Personifica la idea de que nuestro país, para ser él mismo, necesita de la firme colaboración de todos los peruanos”.

Hoy nos diría que los problemas que nos agobian no deben dejarnos de recordar que el Perú ha superado otros momentos de extrema gravedad, sobre todo –y precisamente– gracias al esfuerzo cotidiano de todos los peruanos. Su búsqueda del diálogo y de la concordia tienen plena vigencia en el Perú de hoy, al igual que el ejemplo de integridad, de discreción y de coherencia de vida que nos ha dejado.

José de la Puente Brunke Decano de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas - PUCP