En 1989 el politólogo norteamericano Frances Fukuyama proclamó el fin de la historia. Fukuyama argumentaba que con el agotamiento del modelo comunista y la derrota del fascismo, solo quedaba el liberalismo económico y político como alternativa duradera. Si bien el capitalismo global se mantuvo en ascenso en el siguiente cuarto de siglo, la tesis del liberalismo político como única alternativa fue a parar al tacho de la historia a más tardar el 11 de setiembre del 2001. Una década y media después, el proyecto político de Occidente se ve amenazado por el populismo que surge de su propia entraña, por el terrorismo islamista y por autoritarismos de nueva cuna como el de Vladimir Putin. En el centro de estos desafíos está la globalización.
Si bien la globalización hace más eficientes las economías y ha contribuido a sacar a millones de personas de la pobreza, ha generado también una clase de ciudadanos rezagados. En las democracias occidentales, se trata fundamentalmente de obreros industriales que perdieron sus puestos por el desplazamiento de la producción a países con menores costos laborales, y de trabajadores poco calificados en los sectores de servicios que han visto una presión a la baja de sus salarios en términos reales.
No son pocos los economistas que coinciden en que se pudo haber manejado la globalización de otra manera. Pesos pesados como Jeffrey Frankel y Joseph Stiglitz han demandado por años medidas para compensar a los perdedores del sistema. Sin embargo, esas medidas no han tenido el impulso debido y el costo se está sintiendo en las cabinas de votación, donde los olvidados por la globalización han dejado en claro su enfado en años recientes. El populismo de derecha, con su mensaje anticosmopolita y anti-establishment está claramente en alza en Europa y Estados Unidos.
En junio pasado, los británicos votaron en un referendo a favor de salir de la Unión Europea. Según Italo Colantone y Piero Stanig de la Universidad Bocconi, el ‘brexit’ ganó en las zonas del país más afectadas por la globalización, aquellas regiones en las que la competencia de países como China ha desplazado a los trabajadores industriales. En Estados Unidos, las encuestas muestran que el núcleo duro de votantes de Donald Trump está constituido por hombres blancos sin educación universitaria que no han podido mantenerse competitivos en la economía global. En Francia, la extrema derecha de Marine Le Pen lidera las encuestas con miras a las presidenciales del 2017 y en Alemania, un nuevo partido euroescéptico y antiinmigración podría convertirse en la segunda fuerza en las elecciones del año próximo.
La incapacidad de los políticos de los dos lados del Atlántico de hacer una globalización más inclusiva pone en cuestión los cimientos mismos de este proyecto. Los populistas antes mencionados se presentan con un programa nacionalista, ya sea en el terreno económico, en el cultural o en el debate sobre la inmigración. Pero ese no es el único problema. Occidente enfrenta el enorme desafío antiliberal del terrorismo islamista y del gobierno de Vladimir Putin. Ante esas amenazas se requiere una defensa unánime de la cultura de la libertad y la tolerancia. Pero en vez de eso, tenemos sociedades cada vez más polarizadas en las que los ganadores de la globalización acogen el discurso de lo cosmopolita y los perdedores pregonan el regreso a la tribu. Los dilemas irresueltos de las últimas tres décadas han debilitado a Occidente frente a los grandes desafíos del presente.
El semanario británico “The Economist” tiene razón en que la principal división política actual es entre sociedades abiertas y cerradas, más que entre izquierda y derecha. En las democracias occidentales, los defensores de la sociedad abierta no están ganando ni el debate ideológico, ni los corazones de sus ciudadanos. Se vienen tiempos turbulentos.
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