En 1986, el Perú se iba al diablo en picada. Terrorismo, déficit inflacionario, aprismo, deudas millonarias, cortes de agua, atentados, apagones. La autoestima nacional andaba por el subsuelo, éramos los apestados del continente, los vecinos nos miraban como ahora lo hacemos con Venezuela, incluso peor. Tantas calamidades juntas hacían pensar a los adultos que lo peor aún estaba por venir. Y no se equivocaban: el futuro no era signo de interrogación, sino conjunto vacío.
Los niños de esa época, sin embargo, sintonizábamos otra frecuencia. No era que fuésemos indiferentes a la coyuntura catastrófica –de hecho, en el futuro captaríamos cuánto nos había impactado aquella violencia e incluso escribiríamos libros al respecto–, pero mientras transcurrían esos meses descoloridos solo teníamos cabeza para dilemas que, en nuestra jovencísima existencia, parecían verdaderamente trascendentales. El primer enamoramiento, por ejemplo.
En el 86 yo tenía 10 años y una obsesión vestida con uniforme único: Lorena Villavicencio, compañera de sexto de primaria. Sin ser especialmente guapa, le encontraba atributos que los demás chicos no lograban ver: los ojos negros, la cola de caballo, el lunar pegado a la barbilla. Como no había Facebook, me contentaba con buscar sus datos en las Páginas Blancas, memorizar su número y dirección, y mirar su foto granulada en el anuario del colegio. A eso se reducía el ‘stal-keo’ en el estadío predigital.
El problema en sí no era enamorarse, sino manifestar el enamoramiento, verbalizarlo, confesarlo, quitarse de encima esa inédita sensación de entumecimiento que no te dejaba en paz y que hacía más confuso el último tramo de la infancia. No había, como ahora, tecnología capaz de ahorrarle a uno el cara a cara, instancia que solo los varones con personalidad sabían encarar. No era mi caso. Cuán útiles habrían sido entonces los chats, emoticones, likes, toques, retuits o alguno de esos recursos del que hoy se vale cualquier sujeto para tomarle instantáneamente el pulso a su objeto de deseo.
Sin un Google que proporcionara tips sobre cómo declararse a una menor de edad sin sufrir un ataque de pánico, y carente de agallas para pedir consejería a los mayores, solo quedaba apelar a la intuición, y la intuición ordenaba apostar por la única táctica elegante posible: enviar a la muchacha en cuestión un anónimo que despertara, si no su ternura, al menos su curiosidad.
Me aboqué una semana a elegir las palabras correctas creyendo que existían. Una vez redactada la misiva –donde expresiones como “mi corazón” y “toda la vida” se repetían sin empacho estético ni sintáctico–, la escondí en el casillero de la susodicha durante un cambio de aula y me replegué detrás del quiosco del patio a esperar las consecuencias. Recuerdo ahora mismo el momento en que vi a Lorena Villavicencio tomar la carta con las dos manos, rasgarla con cautela, leerla con asombro y luego componer un inconfundible gesto de repugnancia.
Cuando una hora más tarde, en medio del salón, decidida, empoderada, indignada, adelantándose tres décadas al #NiUnaMenos, avanzó entre la gente, papel en mano, para recriminarme “tú eres el que me ha escrito esta sonsera, ¿no?”, solo me quedó bajar la cabeza y reconocer mi autoría mediata. Hubo carcajadas, murmuraciones, silencio. Aquello dolió tanto como un unfollow con trolleo, aunque tardó más, mucho más en disiparse.
Quizá sea esa la única diferencia con los nativos digitales. Se enamoran igual, solo que olvidan más rápido. Ni siquiera olvidan, bloquean y, acto seguido, actualizan su estado. Lo que a nosotros nos duraba un verano, a ellos les dura una canción de Maluma. Si nosotros convertíamos el primer amor en postal, ellos lo transforman en meme. Simplifican, pero no sufren. Pobres. No saben lo que se están perdiendo.
Esta columna fue publicada el 10 de diciembre del 2016 en la revista Somos.