La primera vez que me regalaron una bicicleta fue en la Navidad de 1978, a la edad de cuatro años. Al día siguiente, tempranito en la mañana, salí al parque frente a mi casa a estrenarla y exactamente cuatro minutos me duró la alegría: me la robaron con el viejo cuento de ‘préstame un ratito tu bici, ahorita te la devuelvo’. Por si fuera poco, al llegar a mi casa me cayó correazo por idiota. Así me dijo mi mamá.
En la Navidad de 1982 Papá Noel me trajo la consola de videojuegos Atari. Esa que todos los niños deseaban estaba entre mis manos. “No la vayas a conectar ahora”, me dijo mi mami. “Espera a mañana”. Ansioso, no le hice caso y en el momento de apretar ‘on’... ¡Pum! Se quemó el Atari. Era con transformador de voltaje. Acto seguido, mi vieja me tiró un sopapo y cerró la noche con un “estás castigado por no hacerme caso” y nunca pude jugar Pac Man.
En diciembre de 1986 yo tenía 12 años contantes y sonantes. Lo único que quería era un par de zapatillas Reebok. No eran fáciles de conseguir por estos lares: o te las traía un familiar de ‘Gringolandia’ o las comprabas de contrabando. Mi mami las consiguió de una vecina a la que siempre le llegaban encomiendas de Tacna. Como a las primas malas de Cenicienta, las zapatillas no me entraban ni con aceite. Para mi mala suerte eran un par de tallas menos. “No las toques, déjalas en su caja que yo le voy a reclamar a la vecina para que las cambie y en julio que le vuelve a llegar mercadería nos trae unas de tu talla”. Al día siguiente, sin que mi mamá supiera, fui a la renovadora de calzado y le pedí al zapatero que las pusiera en la horma y las anchara un par de tallas. Anchas como un par de lanchas me las devolvieron por la tarde y yo no me pude convertir en la Cenicienta. Cuando la señora abrió la caja, grande fue su sorpresa al ver que la suela estaba sucia y la taba deforme. “Te dije que no las usaras” y ¡paf!, un coscorrón en la frente por desobediente. Ese año me quede sin zapatillas.
La Navidad de 1990 iba a ser especial para mí, pues luego de 16 años por primerísima vez mi mami me iba a dar permiso para reventar cohetes. Hasta ese entonces yo era full Chispitas Mariposa. Con el respectivo permiso y las propinas de todo el año ahorradas, compré en el mercado Lince-Lobatón un arsenal de explosivos, ratas blancas, calaveras, cohetones, silbadores, sartas de cohetecillos... Todos serían reventados con supervisión adulta. Previa revisión técnica antes de darme la autorización para realizar mi atentado pirotécnico, mi vieja me dijo: “Juega con todos esos cohetes menos con estos, que no me gustan”. Se refería a una plancha de rascapiés. “Ya, mami, no te preocupes; yo los boto”. ¿Botar una plancha de rascapiés? ¡Ni loco! Así que los escondí torpemente debajo de la alfombra de la casa de mis primos, lugar donde recibimos la Nochebuena. Al día siguiente, Conan, el perrito pequinés de mi tía, casi explota luego de tragarse mi plancha de rascapiés. Conan ese mismo día se fue a vivir al cielo y yo me fui a la casa de mi abuelo castigado todo el verano.
Espero que les haya quedado muy claro por qué no me gusta la Navidad
Esta columna fue publicada el 17 de diciembre del 2016 en la revista Somos.