"Contenedores de espacio", por Gonzalo Torres
"Contenedores de espacio", por Gonzalo Torres
Redacción EC

Peter Brook es uno de los grandes teóricos y directores del teatro contemporáneo. Su revolucionario libro “El espacio vacío”, publicado a finales de los años sesenta, influyó notablemente en la comprensión de la función del teatro en la sociedad moderna. Descubría los elementos de un teatro que él llamó mortal en el sentido contrario a lo que debe ser inmortal, quizá mejor definido como un teatro agonizante, complaciente, lleno de estereotipos, mediocre, es decir, carente de alma. Además, no solo existe un teatro mortal, sino también un público mortal, obras mortales, críticos mortales y actores mortales.

Para Brook, el espacio vacío necesita de un actor y un público para que se dé el hecho teatral, que no es otra cosa que un emisor, un receptor y un canal en teoría de la comunicación.

Me voy a valer de Brook y su teoría para hacer un salto gigantesco y extrapolarla a este ‘boom’ (diría, más bien, implosión) de la construcción en la que vivimos hoy en Lima. Piense en este preciso momento en algún edificio u otra obra arquitectónica de los últimos veinte años (espacios abiertos incluidos) que le llame la atención positivamente en la ciudad. ¿Se le hizo difícil? No es para menos.

En muchas ciudades del mundo, se viven verdaderas revoluciones arquitectónicas, con obras bastante bien hechas, llamativas y con un elemento que ha dado que hablar: el haber revitalizado a la propia ciudad. Barcelona es un ejemplo clásico. Bilbao y su Guggenheim, otro más reciente.

Algunos piensan que se necesita tan solo una buena obra para que el mundo gire los ojos a Lima. Se engañan. El Guggenheim es el resultado de un proceso que va desde la voluntad política hasta la preparación del terreno para que se dé: la previa descontaminación y puesta en valor de la riada, el cambio de uso de toda el área, el manejo económico y, sobre todo, la visión de que un espacio es un adentro y un afuera: está orientado a la comunión social (lo público) y a la introspección individual (lo privado). Hay ejemplos mucho más modestos, pero igual de interesantes, por ejemplo en Bogotá, donde siempre se ha hecho buena arquitectura.

Lima es mortal, agoniza en ese sentido, pues los arquitectos hace rato generan obras sin alma, utilitarias, para un público complaciente que se contenta en vivir, usar y transitar por ellas, para empresarios y constructores llenos de estereotipos sin apuestas por construir una ciudad con vida, electrizante.

Se necesita que las obras digan algo, que cuenten sobre su pasado y su futuro, que generen ese vínculo como lo fueron en una oportunidad la UV3 y San Felipe. Hoy, salvo honrosas excepciones, hasta la obra privada es de una complacencia que se mira al ombligo. Mediocridad será el patrimonio del futuro si no se comienza a hacer obra que vincule pasado y futuro, al ciudadano, a la sociedad y al entorno. Prefiero la arrogancia a la homogeneidad, quizá no me guste la primera, pero no me dejará callado como la segunda, la arquitectura anestésica de nuestra ciudad.