Mil novecientos ochenta y seis es un año que particularmente nunca olvidaré, pues significó para mí la libertad. Luego de 11 años viviendo enclaustrado y solo con permiso para salir a la calle hasta las siete de la noche, ese año mi madre se apiadó de mí y me dijo: “Bueno, Carlos Enrique, entiendo que ya eres un chico responsable, así que quiero que sepas que tendrás permiso para salir a jugar al parque hasta las diez de la noche solo los fines de semana”. “Mami: ¿y voy a poder ir a otros barrios con mis amigos?”, pregunté. “Bueno, está bien, también puedes irte a otros parques a jugar”. Y así, el pájaro cogió el viento y voló.
La idea de salir a la calle y poder pasar de un distrito a otro era para mí alucinante. Yo, que siempre jugaba en el parque frente a mi casa o en la puerta de la quinta bajo la estricta supervisión de mi mamá, parada en la ventana viéndome todo el tiempo, ahora podía hacer lo que quisiera sin ninguna mirada inquisidora. “Lo único que te pido por favor es que cuando salgas a la calle vayas para allá”, dijo mi vieja señalando hacia San Isidro. Yo, terco como una mula, me fui para el otro lado y un poquito más allá, es decir, rumbo a Breña, pasando por Jesús María. Cuando llegaba a mi casa luego de mis largas caminatas, mi madre me preguntaba si había conocido a alguien de por allá, es decir, de San Isidro, o sea del colegio Sophianum. Boca sellada y haciendo un no con la cabeza, yo guardaba mi mejor secreto. Sí había conocido a alguien, pero de Breña y no estudiaba precisamente en el colegio Belén, sino en uno un poquito más divertido.
Sheyla era del Fanning y me llevaba la delantera en todo. Mientras yo estaba en sexto de primaria, ella se iba por su tercera vez en tercero de media. Su principal pasatiempo era no ir a clases y caminar conmigo por la ciudad. Era una chica mala enseñándole la vida a un chico ‘pavote’ como yo. Con sus amigas del colegio me llevaba como llaverito de un lugar a otro, del malecón de Miraflores a la salida del Guadalupe, en la avenida Alfonso Ugarte, a esperar a unos patas o a ver las peleas del Melitón Carvajal versus los del República de Chile. Siempre yo ahí con ella de la manito como si fuera su hermanito menor. “¿Y el gringuito quién es?”, le preguntaban. “Es mi primo. No lo jodan”, respondía mi guía callejera personal.
En una de las tantas incursiones urbanas, un buen día nos fuimos con su grupo de amigas a ‘chupar’ al Sunset (puente Villena) de Mirafl ores. Las chicas malas y yo, una botella de Cienfuegos con Kanú. Jugaban TODI (toma-ordena-derecha-izquierda) previa advertencia a sus amigas de que a mí no me dieran trago. En un descuido, luego de hacer una escala técnica en un arbusto, Sheyla regresó al grupo y se dio cuenta de que una de sus amigas me estaba bautizando en el arte chupístico. Cual madre se abalanzó sobre la Chiruza y le tiró el vaso encima, me cogió del brazo y nos fuimos. Me sermoneó todo el camino, que no era bueno beber, que eso no se hacía y que si ella tomaba, era porque era grande.
Mientras todo el mundo hablaba del mundial México 86 y los golazos de Maradona; cuando todos estaban conmovidos por la tragedia del transbordador espacial Challenger, que acababa de estallar 75 segundos después de despegar; luego de que el planeta entero estuviera en zozobra por la fuga radioactiva en la central nuclear de Chernóbil, yo en 1986 era el hijo adoptivo de quien hasta hace poco fue en vida una de mis mejores amigas.
Paradojas del destino, murió atropellada en Buenos Aires, saliendo de una fi esta completamente ebria. Yo hasta el día de hoy he seguido fi elmente su sabio consejo: “Nunca chupes con desconocidos”. Me contaron unas amigas suyas por Facebook que la noche del accidente no se sabe con quién salió.
Esta columna fue publicada el 10 de diciembre del 2016 en la revista Somos.