Las últimas elecciones regionales y municipales han evidenciado nuevamente el grave deterioro de nuestro sistema político. La presencia de la corrupción y el crimen organizado es cada vez más notoria. Los organismos electorales y la asociación Transparencia han recomendado urgentes reformas para corregirlo, pero la labor es de largo aliento: Jaime de Althaus sostiene que la gran tarea de los próximos años será la batalla por la institucionalidad, Carlos Meléndez subraya que lo que el Perú necesita ahora ya no es una reforma política sino un shock institucional.
El símil con el shock de 1990 que liquidó la hiperinflación y los paquetes de medidas que ordenaron la economía en los años subsiguientes es atractivo. La diferencia es que la receta para estabilizar y recuperar la economía era conocida. Se requería convicción y un equipo técnico competente para aplicarla. En el campo político, en cambio, no hay recetas universales.
La verdad, como decía Voltaire, es que lo perfecto es enemigo de lo bueno. Lo ideal es un shock de reformas políticas que se aplique al inicio del próximo gobierno, durante su luna de miel con la opinión pública. Sin embargo, existen varias medidas claves para recuperar el sistema político que ya deberían ser aprobadas. El gobierno y los actuales parlamentarios no pueden abdicar de su responsabilidad.
El Congreso ha acertado al aprobar en primera votación la reforma constitucional para prohibir la reelección inmediata de presidentes regionales y alcaldes, tal como ocurre con la Presidencia de la República. Para algunos es un exceso y no garantiza nada, pero no cabe duda de que es un desincentivo a la corrupción que una autoridad sepa que podrá ser investigada por su sucesor y que le faltará tiempo para construir una red mafiosa como lo hicieron los reelectos César Álvarez en Áncash o Roberto Torres en Chiclayo. En ese campo, también es urgente corregir la ley de revocatoria para evitar su insensata proliferación, frecuentemente impulsada por la corrupción. Quedan pocas semanas para promulgar una ley que permita que el Perú deje de tener el dudoso mérito de ser el país con más procesos de revocatoria en el mundo.
Para combatir la corrupción, también es apremiante prohibir que postulen candidatos que hayan sido sentenciados por terrorismo, narcotráfico, corrupción y otros delitos graves. Que un ex delincuente haya cumplido su pena no quiere decir que esté arrepentido o completamente rehabilitado. Del mismo modo que un ex convicto no puede ser juez, tampoco debería ser presidente regional, alcalde o congresista. Es indispensable que esta ley se apruebe antes de que se convoquen las elecciones presidenciales y parlamentarias dentro de un año.
Pero la mejor barrera para evitar que oportunistas y mafiosos ingresen a la política es el fortalecimiento del sistema de partidos y los organismos electorales. La opinión pública tiene claro el camino: según Ipsos, el 90% está de acuerdo con que las elecciones internas sean organizadas obligatoriamente por la ONPE, el 88% con que el JNE pueda fiscalizar los ingresos de partidos y movimientos y sancionarlos si detecta irregularidades; y el 82% con que se eleven los requisitos para la inscripción de partidos y movimientos de manera que haya menos listas que postulen a una elección.
Cuando las elecciones en los partidos sean organizadas por la ONPE y sus gestiones supervisadas apropiadamente por el JNE, será más fácil que la ciudadanía apoye la entrega de recursos públicos a los partidos y la eliminación del sistema de voto preferencial, tantas veces aprovechado por truhanes de diversa calaña para llegar al Congreso. Lamentablemente, es muy difícil que el actual Parlamento apruebe una reforma de esta naturaleza porque muchos de sus integrantes le deben su elección a este pernicioso mecanismo.
Lo que nos regresa a la idea del shock institucional. Sin embargo, para que este sea viable, se requieren tres condiciones. Primera, que sea el fruto de un compromiso sincero entre los máximos líderes políticos del país. Segunda, que este sea impulsado por un consenso previo en la sociedad civil, que incluya a la comunidad empresarial. Y tercera, que todos entiendan que la reforma electoral no es una panacea, por lo cual no se debería aspirar a solucionar con ella todos los problemas políticos del país. Los objetivos deben ser más sencillos: elevar la calidad de las autoridades elegidas e impedir que avancen el crimen organizado y la corrupción.