Analistas de diferentes tendencias nos alertan de que la demagogia y la violencia escalarán exponencialmente en los años por venir. El ‘brexit’ y la elección de Donald Trump, quien promete convertir la presidencia de Estados Unidos en un ‘reality show’ global, han conmocionado los fundamentos de lo poco que quedaba del liberalismo imaginado por Adam Smith.
En ese sentido, Michael Ignatieff subraya que “La Ilustración, el humanismo y el racionalismo no pueden explicar el mundo en el que nos encontramos”. Uno en el cual los hospitales son bombardeados, prolifera el esclavismo sexual, el Ku Klux Klan exhibe pretensiones políticas y niñas de 7 añitos son violadas y asesinadas mientras otras de tan solo 11 son llevadas a abortar y a morir sin ninguna contemplación. Desprovistos de un aparato conceptual capaz de explicar la incertidumbre y el horror que nos embarga, algunos se han atrevido a acuñar frases como “absurdismo político” e incluso recurren a la vieja dicotomía civilización-barbarie para explicar el lado oscuro de una globalización que avizorábamos con esperanza.
La posverdad (denominada ‘post truth’ en inglés) ha sido elegida palabra del año por el Oxford English Dictionary. El concepto –que sirve para nombrar lo incomprensible– no nos es para nada ajeno. Más aun, me atrevería a decir que la posverdad fue concebida en el Perú para explicar la trayectoria de la peculiar cultura política que nos define. Porque no es fácil verbalizar y menos reconocer un escándalo de corrupción de dimensiones siderales como el que inauguró el siglo XXI. Haciendo el esfuerzo por asimilar la colosal colección de videos que lo registraba y dotar, además, de lógica al comportamiento de un asesor presidencial delirante y de un ex mandatario que se fugó y al cual logramos meter preso. Esto, después que candidateará al Parlamento japonés y se refugiara una temporada en Chile.
Lo más interesante de esta historia tan extravagante no termina ahí. En un mundo donde los hechos objetivos han desaparecido –contrarrealidad la llama Javier Marías–, es posible que un grupo de padres y madres de una patria desbordada por la contingencia se atreva a subestimar la inteligencia de sus representados, borrando de un plumazo su volátil memoria histórica.
“Estábamos felicitándonos por enfrentar la corrupción”, señaló el congresista Luis Galarreta al ser preguntado por la conversación virtual entre los miembros del grupo de trabajo ‘Mototaxi’. Galarreta, quien en su momento acusó al fujimorismo de ser un régimen “nefasto”, corrupto y destructor de la institucionalidad y los derechos humanos es ahora su vocero e ideólogo estrella. Hasta ahí todo normal. ¿Quién no recuerda a Fernando Casós, representante del liberalismo convencionalista, escribiéndole los discursos al golpista Tomás Gutiérrez antes de que este mandara asesinar al presidente Balta?
En el Perú, las contorsiones políticas y las conversiones –al estilo Pablo de Tarso– no nos quitan el sueño. Sobre todo si se tiene en consideración que la cruzada de Galarreta no es nacional sino faccionalista. Porque si volvemos al análisis de Alberto Vergara, el fujimorismo no solo debe reconvertir su origen autoritario en un presente democrático (tarea ya complicada), sino limpiar su origen ladrón para construir un partido medianamente decente.
Dentro de ese contexto, Galarreta, Becerril, Chacón, Bartra, Salgado y toda la troika Telegram no se encuentran inmersos en un proyecto republicano capaz de involucrarnos a todos, sino en una misión de vida o muerte: transformar lo que fue una organización lumpen en un partido político. Solo así se entiende su obsesión patológica con la corrupción y los comentarios delirantes “Viva Fuerza Popular, viva Keiko”, vertidos en medio de un debate nacional.
Mientras el grupo ‘Mototaxi’ trabaja día y noche para redimirse y así ganar el aplauso de su jefa, ¿qué nos queda a nosotros, simples ciudadanos de una república que anhelamos justa, noble, segura e inclusiva? ¿Qué nos queda a los que no vivimos para la vendetta personal y menos para creernos “invencibles”, como se autodescriben los miembros de Fuerza Popular? El poeta irlandés W.B. Yeats pronunció una frase –en “La Segunda Venida”– que he recordado a raíz de la vergonzosa interpelación al ministro Saavedra: “Los mejores carecen de convicciones mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad”.
La “utopía tecnocrática” tiene sus límites, como bien lo ha señalado Gonzalo Zegarra. Ya no es posible gobernar un país tan complicado como el Perú sin política y, yo agregaría, sin convicciones profundas. ¿Existen convicciones en nuestra tradición política que ayuden a contrarrestar la posverdad y la pasión irracional que amenaza la gobernabilidad desde el núcleo del Legislativo? Por supuesto que sí. No hay más que volver al acervo republicano del Primer Congreso Constituyente donde los discípulos del chachapoyano ilustrado Toribio Rodríguez de Mendoza desplegaron con energía un vocabulario aún relevante.
Conceptos universales como la justicia, la dignidad, la igualdad, la meritocracia, la felicidad, la amistad republicana o la ecuanimidad fueron enunciados por los que lucharon por una libertad que, fundamentalmente, significaba romper con el privilegio de unos cuantos. En vísperas del Bicentenario de nuestra independencia recordemos de dónde venimos y cuál debe ser el rumbo de una república que se imaginó libre y soberana de aquellos que, sistemáticamente, intentaron degradarla en aras de sus intereses bastardos, desestimando los de la nación.