(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

Como se sabe, la sociedad peruana es altamente fragmentada. Durante toda la República esta fragmentación –de una u otra manera– se ha venido reduciendo. Asimismo, en estos 200 años tampoco hemos logrado cerrar la brecha relativa de bienestar económico que nos separa de los países desarrollados.

Estamos en vísperas del bicentenario nuevamente ante una encrucijada que nos puede hacer avanzar o retroceder en nuestra búsqueda –hasta ahora esquiva– de alcanzar un mayor nivel de desarrollo económico y social.

En algunos procesos electorales (1990, 2006, 2011, 2021), en particular en las segundas vueltas, se observa que detrás de la polarización política se refleja también una diferenciación económica y social muy notoria. Por supuesto que ello no ocurre en todos los procesos electorales como en los de 1995, 2001 y 2016.

Al margen de las preferencias puramente políticas, en esas cuatro elecciones mencionadas detrás del voto antiestablishment se aglutinan votantes relativamente similares en cuanto a indicadores de ingresos laborales, de salud, educación, acceso a servicios públicos (agua y desagüe, electricidad), condiciones de pobreza y vulnerabilidad económica y de geografía (Lima, resto urbano y rural).

Es decir, al margen de las preferencias políticas y las subjetividades de los votantes, las condiciones económicas objetivas afectan las probabilidades de votar por un candidato antiestablishment. Un sistema democrático funcional debería tomar en cuenta esa evidencia para diseñar y ejecutar mejores políticas públicas.

Hasta antes de la recesión del confinamiento, los ingresos familiares han mostrado mejoras importantes en los últimos 30 años y todos los estudios serios de distribución del ingreso muestran también avances. Sin embargo, la sensación de insuficiencia se ha vuelto a reflejar. Los procesos de desarrollo toman tiempo y requieren mejores políticas.

Más aún con el retroceso del proceso descrito debido a las políticas sanitarias (que incluye los confinamientos masivos del II y III trimestre del 2020), que afortunadamente fueron contrarrestadas con respuestas colosales de políticas macroeconómicas, tanto fiscales como monetarias. Estas evitaron que el error inicial del ‘lockdown’ “más grande del mundo” se transformase en un desastre económico mayúsculo.

La economía peruana tiene todo para volver a crecer a tasas elevadas. El contexto internacional es muy favorable. La abundancia de liquidez, tasas de interés bajas y elevados términos de intercambio (precios relativos de las exportaciones) son el sueño de cualquier ministro de Economía. Por si fuera poco, la política fiscal tiene aún espacio para impulsar la demanda interna si el nuevo gobierno sostiene al alza las expectativas empresariales.

Al margen de la reactivación económica, un objetivo central de las políticas públicas debe ser la inclusión social. Importantes sectores de la sociedad vienen votando sistemáticamente por un cambio en su situación económica y social, voto que no se ha reflejado en masivas políticas de inclusión e igualdad de oportunidades.

Ello solo será posible en un contexto de crecimiento económico. La cohesión social necesita financiamiento, el que no pasa por la nacionalización de ciertas unidades productivas.

Para alcanzar el ideal de nación más próspera y justa necesitamos de dos instrumentos: que el Estado mejore las condiciones iniciales de importantes segmentos de la sociedad y que el mercado y las fuerzas productivas hagan su trabajo: producir más riqueza.

Las demandas de cambio han vuelto aflorar. En el fondo y en la práctica son demandas legítimas de mayor inclusión social. Lamentablemente, algunas políticas propuestas no están a la altura de estas demandas. La evidencia internacional muestra que para países pequeños como el Perú el proteccionismo comercial lleva a pérdidas en el bienestar de los hogares y al mercantilismo empresarial aliado del régimen. Los esquemas tributarios excesivos en algunos sectores llevan a una reducción de la producción. Y el capitalismo estatal no permite las ganancias de eficiencia y desperdicia la potencia del sector privado en la creación de valor, relegándolo a actividades periféricas. En resumen, esas políticas terminan por empobrecer a la sociedad y, en particular, a los más pobres.

En estas elecciones se está poniendo en riesgo la economía de mercado ante fracasos del Estado en lograr la igualdad de oportunidades. Las políticas públicas –que dependen de la política a secas– no están respondiendo a la altura de estas demandas. Al margen de sus diferencias, también lo vemos en Chile y Colombia.