Es innecesario decir que la pandemia también afecta la capacidad de comunicarnos. El uso de las herramientas virtuales no elimina las dificultades. Especialmente la capacidad de escribir, que con el celular ya estaba condenando todo mensaje a ser recortado, mal escrito, o a reemplazar palabras por signos como la letra x, entre otras barbaridades. Ahora tenemos al WhatsApp que ha prolongado el purgatorio de quienes quieran escribir bien.
Pero no carguemos de culpas a la modernidad. No tenemos una educación primaria que garantice una comunicación conveniente cuando el niño sale de su ambiente familiar. Consecuentemente, el egresado de la secundaria no está preparado para leer, entender o explicar por escrito, ni siquiera sus propias ideas.
Habiendo sido docente universitario por muchos años, escogí enseñar en los primeros semestres de los estudiantes recién llegados a las aulas, lo que me dio la oportunidad de leer con cuidado sus exámenes y monografías, casi siempre incomprensibles, no porque su interés o capacidad intelectual los hubiera desamparado. La razón era más simple: nunca les habían enseñado a escribir, eran analfabetos en el mejor sentido de la palabra.
No es algo que se aprende o se corrige con facilidad. La mayoría de mis colegas decidieron intuir en el fárrago de textos estudiantiles, si por casualidad el autor había capturado alguna de las ideas expuestas en clase, o estaban presentes en el libro o artículo recomendado. Si por con suerte surgía alguna luz de ese amontonamiento de frases, bastaba para que el estudiante aprobara el curso.
Quizá tenían razón. Al menos el profesorado podía defender su actitud diciendo que no eran ellos los encargados de enseñar gramática o literatura españolas. Algunos de nosotros no pensamos así y nos dimos el trabajo de explicar al estudiante la manera de hacer comprensible lo que había escrito. El grupo de exalumnos que ahora se mantiene cercano a mi trabajo, es el mejor premio a esa disconformidad docente.
Es interesante notar que materias como “Comunicaciones” han proliferado en las más de cien universidades que ahora funcionan y las facultades con ese nombre estarán presentes en las instituciones que aún solicitan licencia para empezar lo que visiblemente es un buen negocio. Una mirada al currículum de las especialidades que se ofrecen con ese nombre nos da lo siguiente: “Community manager”, “Comunicación e imagen corporativa”, “Protocolo y ceremonial de eventos”, “Marketing digital”, “Comunicación interna”, etc. Esa es la oferta, en esa desagradable mezcla de idiomas, que ha probado ser efectiva, y que realmente no es ni español ni inglés.
¿Cuántas son las universidades que publicitan cursos de Filosofía, Literatura o Historia, Arqueología o Antropología? ¿Las humanidades han perdido el paso de la historia? No. Lo hemos perdido nosotros. No nos extrañemos que el debate en las esferas públicas tenga el nivel que avergüence a quien lo escucha, y que la imagen nacional no resista comparaciones ni con sus afligidos vecinos.
A lo dicho hay que sumar, aun teniendo un espacio académico reconocido, que sufrimos la imposibilidad de publicar. Usaré los ejemplos de los que tengo experiencia personal. Hace unos días recibí un bello libro sobre presagios o augurios, titulado “Tetzahuitl: Los presagios en la conquista de México”, publicado por la Secretaría de Cultura de ese país. Sus editores habían tenido la gentileza de incluir un trabajo elaborado por mi esposa y yo. El libro había viajado desde agosto del presente, y recién el correo aéreo lo puso en nuestras manos. Tuvo suerte. Yo solo me atrevo a enviar libros cuando algún conocido viaja al exterior.
Publicar en el Perú es casi un atrevimiento. No es necesario mencionar el declinar de las ferias del libro, o las promesas de la ¿empresa? editorial, que en términos generales es largamente inferior a lo que se sabe con respecto a otros países sudamericanos. Luego de sufrir una de estas decepciones, los tres autores de un libro sobre Piura, fuimos rescatados por una universidad española, que recibió con suma cortesía el aporte llegado desde tan lejos. Tampoco allí la pandemia ha desaparecido a quienes tienen la capacidad de editar.
Ya sé que existen publicaciones virtuales. Es una solución válida, especialmente para las generaciones menores a la mía. Conversando con mis contemporáneos, he concluido que la pasión por leer un texto impreso, va más allá de la apreciación de su contenido. El libro es un objeto precioso, que se puede acariciar, subrayar, doblar sus páginas, marcar de muchas maneras la parte que estás leyendo para volver a encontrarla. También puedes memorizar el texto que te deslumbra, mirando el color del papel en que está impreso o el tamaño de sus letras. O simplemente ver el libro sobre tu mesa de noche o tu escritorio. No imagino a nadie tratando de hacer lo mismo con una tablet o un modernísimo celular.