Feria de sanciones, por Fernando Rospigliosi
Feria de sanciones, por Fernando Rospigliosi
Fernando Rospigliosi

El ex presidente Alejandro Toledo ha propuesto sancionar con cadena perpetua a violadores de menores, extorsionadores y traficantes de drogas. Ántero Flores-Aráoz parece tener como lema de su campaña simplemente “cadena perpetua sin beneficios”, una suerte de tarifa plana para muchos o todos los delitos.

La ansiedad de algunos candidatos por tratar de subir en las preferencias electorales los está llevando a proponer alternativas absurdas y demagógicas, que no constituyen una solución para los acuciantes problemas de la sociedad y que solo siembran la confusión, evitando un debate serio sobre la inseguridad ciudadana que se ha desbordado por la ineptitud del gobierno de Ollanta Humala.

Está demostrado en el Perú y en el mundo entero que la rigurosidad de las penas no es lo que disuade a los delincuentes, sino la eficacia de las instituciones encargadas de combatir el delito, es decir, que atrapen y condenen a los culpables. Precisamente en el Perú tenemos algunas penas irracionalmente altas y al mismo tiempo cada vez más inseguridad. Un ejemplo cercano. En agosto, Miguel Ángel Lizárraga Soria, de 21 años de edad, fue condenado por la Corte Superior de Áncash a 23 años y cuatro meses de prisión por haber robado un sol cincuenta.

Su cómplice, Anthony Junior Rivas Quevedo, recibió una sentencia de 13 años y cuatro meses.

El asunto es que el monto de lo robado es irrelevante cuando existen agravantes, que son muchos. En este caso, los delincuentes actuaron en banda y golpearon a la víctima fracturándole el tobillo.

Sin embargo, mucha gente cree que cuando el valor de lo robado es reducido no hay sanción para el ladrón. Eso es falso. Pero muchas veces policías, jueces y fiscales contribuyen al engaño por flojera, desidia, ignorancia o corrupción.

En realidad, las sanciones en muchos casos son exageradas y desproporcionadas –como en el caso en mención–, y están completamente distorsionadas por la demagogia y populismo de los congresistas y el gobierno que, para fingir que luchan contra la delincuencia, aumentan disparatadamente las penas.

En el ejemplo mencionado, esa persona fue condenada a más de 23 años de prisión por robar un sol cincuenta (es verdad que con violencia). El empresario Lelio Balarezo ha sido sentenciado a cinco años por evadir el pago de impuestos por seis millones de soles, es decir, por robar a todos los peruanos esa cantidad. Ambos sentenciados están prófugos.

Otra situación que ilustra el verdadero problema es el que relató Beto Ortiz comparando los casos de dos jóvenes, el de Mateo Silva Martinot, hijo de un empresario y ex ministro, con el de Roger Aparicio, hijo de un albañil. El primero cometió un delito que fue grabado por una cámara de seguridad. El segundo, acusado de robo fue capturado –según Ortiz– por equivocación. El primero salió libre luego de seis meses, el segundo purga una condena de diez años en el penal Ancón II. 

La explicación de Ortiz: “Mateo es pituco, Roger es misio. Mateo es gringo, Roger es cholo. […] Mateo tuvo acceso a la súper VIP justicia express y ya está libre. Roger fue juzgado por la justicia ordinaria y está preso”. (“Perú 21”, 3/10/15).

En suma, el problema no es que las penas sean muy suaves, el asunto es que las instituciones encargadas de combatir el delito son ineficientes y están corrompidas. La policía no captura a los delincuentes, y si los captura la fiscalía y el Poder Judicial no siempre sancionan a los culpables y liberan a los inocentes. Y los que van presos, terminan en cárceles atestadas donde se mezclan reos primarios con avezados, prisiones que son escuelas del delito y centros de comando de bandas criminales.

Los tres muertos y 50 heridos del penal de Picsi, en Chiclayo, hace pocos días, son una muestra del estado deplorable de las cárceles. Los políticos aumentan las penas, reducen los beneficios penitenciarios, pero ni siquiera se preguntan ¿a dónde van a ir todos esos presos?    

Lo único que puede revertir realmente el deterioro de la seguridad es el cambio de las instituciones encargadas de perseguir el delito, empezando por limpiarlas de la corrupción que las ha penetrado profundamente. Pero eso es difícil de hacer. O quizás imposible para políticos interesados en manipular esas instituciones en beneficio propio, como los que hoy nos gobiernan.