(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).

En los frecuentes desayunos que tenía con el padre Felipe Mac Gregor en el restaurante Duska de Monterrico, muchas veces hablábamos sobre la corrupción. Él me decía que nadie nace corrupto, que el ser humano no es corrupto en sí mismo pero es corrompible. Es decir, una persona se puede corromper y caer en la corrupción. La calidad moral es precisamente estar por encima de la corrupción, no solo no caer en ella sino despreciarla en cualquiera de sus formas. Por supuesto, el fujimorismo no está en esta última categoría.

Pero lo mismo que se dice sobre la corrupción se puede afirmar del tirano o dictador –como usted quiera llamarlo–, o de la maldad. Nadie nace malo, pero podemos volvernos malos a lo largo de nuestras vidas. El malo destruye la libertad, la felicidad o la vida del otro. Y las destruye porque ve al prójimo como un objeto y no como una persona. No respeta su dignidad ni su condición humana. El fundamento de la maldad es el odio, y cuando uno odia destruye.

En política, la máxima expresión de la maldad es la tiranía. Por ello, desde antiguo se escribieron muchos textos contra ella. Hace más de dos mil años Cicerón, por ejemplo, recomendaba el tiranicidio, y en el siglo XIII Santo Tomás de Aquino sugería la insurgencia contra el tirano feroz. Durante el siglo XVIII, el filósofo inglés John Locke planteó la rebelión del pueblo contra el tirano y creó las bases teóricas de lo que en el Derecho Constitucional moderno se llama el derecho a la insurgencia.

El argumento que justifica esta acción consiste en sostener que el pueblo tiene el derecho a insurgir contra el tirano, que es una autoridad usurpadora, para recuperar su libertad y restablecer el orden anterior basado en la voluntad popular. Pero además, en la doctrina de Locke se plantea que nadie le debe obediencia al tirano (que ahora en el mundo moderno llamamos dictador). Entonces también se sentaron las bases de la desobediencia civil, en otros términos, de la desobediencia política.

Con el tiempo estos planteamientos fueron acogidos por la mayoría de constituciones modernas. En consecuencia, insurgir y desobedecer a una dictadura es un acto completamente legítimo.

Esto fue lo que hizo hace 25 años el general junto a un grupo de valerosos oficiales y con la ayuda de unos cuantos civiles. Por ello casi fue asesinado y terminó en prisión.

Salinas insurgió contra la dictadura de justo en el momento en que perduraba el golpe desde Palacio de Gobierno dado por un gobernante elegido y que rompió el pacto tácito propio de toda democracia representativa. Se había instalado la dictadura total, un hecho anterior a esa pantomima que se llamó “Congreso Constituyente Democrático”.

La insurgencia de Salinas estuvo inspirada en la Constitución. Al usurpador hay que sacarlo del poder y retomar a la voluntad popular, como diría Locke. Pero también estuvo inspirada en un texto internacional: la Resolución 1080 “Democracia representativa” de la OEA aprobada en Santiago de Chile en junio de 1991.

De acuerdo con esa resolución, se pueden realizar acciones en caso se produzca en la región una interrupción abrupta e irregular del proceso político institucional democrático en cualquiera de los estados miembros de la organización. En esos casos, la OEA tiene la obligación de cumplir con sus propias resoluciones, particularmente cuando están relacionadas con la defensa de los valores democráticos.

El Perú suscribió esta resolución. En consecuencia, se comprometía a reparar los daños causados por la dictadura fujimorista, pero extrañamente en el 2013 decidió no cumplir con esta obligación, violando lo que jurídicamente se conoce como acto propio.

Esta decisión del Estado Peruano –también curiosamente– fue aceptada por la Convención Interamericana de los Derechos Humanos, decisión que viola el debido proceso y que jurídicamente se puede calificar de arbitraria porque se ha excedido en las competencias que le confiere la Convención. Además, ningún organismo internacional está facultado para eximir a un Estado del cumplimiento de sus obligaciones.

Y así como en la insurgencia el pueblo recupera la democracia, el Estado Peruano no debe rehuir de sus obligaciones con los peruanos que fueron afectados en su derecho y dignidad por la dictadura fujimorista. Entre ellos, el general Salinas y los demás oficiales involucrados, a quienes además habría que declarar soldados de la democracia para recordar que nunca más el Perú debe tener dictadores.