Hay una suerte común en todos los estados del mundo: no hay mayor adversario que el COVID-19. No hay otra fuerza mayor a emplear contra él que el poder político.
A diferencia de las guerras mundiales pasadas, no hay un solo país sobre el planeta que no libre la misma guerra de todos en su propia tierra y no lo haga de la misma manera que todos: con su gobierno y su liderazgo político a la cabeza.
Es más: apenas apareció la pandemia la humanidad dispuso de otra de sus mejores armas, poderosísima pero no perfecta: la comunicación global instantánea.
Así podemos estar más informados que nunca del más mortal de los virus. Así podemos estar también más desinformados que nunca en medio de un torrente de noticias falsas. Tanto nos acercamos a la verdad de los gobiernos y de la ciencia como nos alejamos de ella. Tanto podemos creer en la OMS y en la vacuna rusa como no creer en ninguna.
No hay nada coherente ni sostenible en esta guerra: ni el adversario, el coronavirus, es lo que es, porque no ha terminado de definirse; ni los gobiernos son lo que son porque el más fuerte se vuelve débil y el más presuntuoso, como el peruano al comienzo de la pandemia, no sabe hoy qué hacer con sus calamidades sanitarias y logísticas. Asimismo, los recursos del poder no parecen ser los más ideales, porque en muchos casos el arma más eficaz contra el COVID-19 parece ser el comportamiento social en disciplina, distanciamiento, higiene y respeto de las normas. Tampoco la vasta comunicación mundial en tiempo real, porque las evidencias no logran calmar la angustia de vivir en la incertidumbre.
Esto último suscita un severo llamado a muchos gobiernos que han ocultado información sobre el COVID-19, como China, respecto de su origen e inicial propagación, y como el Perú, que bajo presión pública ha tenido que corregir y sincerar sus cifras sobre el número de fallecidos.
Hay un gran problema con la verdad y con el secretismo en el poder.
No deja de sorprendernos, por ejemplo, cómo el más comunicativo de los presidentes del mundo, al momento inicial de la crisis, Martín Vizcarra, pasó de pronto, conforme crecían el contagio y las muertes por el COVID-19, a guardar casi absoluto silencio. Silencio, en su caso, preocupante, por una razón fundamental: la de no saber hasta hoy si en verdad existe o no existe en el Perú una estrategia antipandemia. Silencio casi envuelto en un secreto de Estado.
Es cierto que el presidente Vizcarra ha tenido que pasar por una crisis de poder que lo llevó a prescindir de su primer ministro Vicente Zeballos y en cuestión de un par de semanas a perder al reemplazante de este, Pedro Cateriano, cuya negación de confianza, vistas ahora las cosas en más profundidad, no parecíó provenir tanto del Congreso sino de los resortes de doble estándar del propio mandatario. Nada descarta, no obstante, la necesidad de contar con un horizonte claro respecto de nuestra guerra mundialmente compartida contra el COVID-19.
Increíblemente, el nuevo Gabinete presidido por el general Walter Martos, y con muy pocas variantes en su composición respecto del que venían encabezando Zeballos y Cateriano, obtuvo el martes último una holgadísima votación de confianza del Congreso. Una confirmación de que el problema anterior no estaba en el Gabinete sino en Cateriano.
Mientras el presidente no pueda ser en la práctica el jefe de Estado ideal y el primer ministro un real jefe de Gobierno, deberíamos reconocer con más verdad que lo que tenemos es un coordinador del Consejo de Ministros, mal llamado primer ministro.
Aprendamos en política a llamar a las cosas por su nombre y a no pedir peras al olmo. En estos tiempos dramáticos necesitamos de los gobiernos verdad, eficiencia y abnegación, en lugar de mentiras, secretismo, ineptitud y frivolidad.