Gonzalo Zegarra

Hubo un en que el tiempo no existía. Al menos para ellos. Su vida transcurría entre monotonías y aventuras específicas de su improbable y diminuto entorno de suburbio en las estribaciones andinas, aunque al pie de la colina, el mundo y el país transcurrían con trepidante y conflictiva velocidad.

El mayor de todos, el Mojón, ya en plena adolescencia, renegaba, como es natural, de aquel aislamiento. En los últimos años había descubierto además una afición operativamente desafiante –el surf– y así empezó su implacable campaña exigiendo mudanza a la proximidad del mar.

La Mairemita y la Redonda, que le seguían en edad, asumieron ante sus cada vez más frecuentes y prolongadas ausencias una suerte de liderazgo a la vez compartido y competitivo de aquella especie de pandilla en que suelen convertirse las familias numerosas. Como eran, a su vez, las únicas mujeres, y el entorno era campestre y agreste, debieron superar estereotipos en un tiempo en que hacerlo estaba lejos de ser ‘cool’, pero también se las ingeniaron para imponer sus gustos y transgresiones, como cuando disfrazaron de niñas a los menores, que accedieron curiosos y resignados.

Les seguía Chapana, el más avezado, que una vez se atrevió, acompañado por Alambrito, el primo que los visitaba desde , a salir en busca de una supuesta y mítica laguna o estanque en la punta de los cerros. Por supuesto, dijeron haberla encontrado, y adornaron su relato de increíbles sucesos y hallazgos.

Finalmente, Pastrana y Fanfarrón, los menores, eran menos impulsivos y rebeldes, acaso más juiciosos y cerebrales. Tal vez porque es una ley de la vida que los hermanos menores aprenden de los errores de los anteriores. A Pastrana lo acusaban de “rompetodo” por su torpeza manual, compensada por su destreza y rapidez mental. Fanfarrón era observador y ensimismado. En un mundillo donde las principales –únicas– actividades gregarias eran subir cerros, chapotear en la piscina y jugar fútbol, él se abstenía de esta última para estar consigo mismo y fabular historias como esta.

Los hijos de las familias amigas completaban la pandilla con frecuencia e intensidad variable, dependiendo de la cercanía de sus casas: la Miliciana y sus hermanas mayores vivían en la urbanización contigua, bajo el cerro y al borde del río; el Archinauta, Josesito Apache y Filippo-Lippi y sus varios otros hermanos, cuatro cuadras más arriba en la misma serpenteante, inclinada calle.

Un día encontraron, en una remota quebrada, restos de lo que aparentaba ser algún tipo de batalla. Su trofeo, que enseñaron emocionados al regresar, era una suerte de pequeño estilete harto corroído que tal vez incluso habría funcionado como bayoneta. No habían visto cráneos, aunque sí huesos –pequeños y sueltos–, y también habían recogido retazos textiles desteñidos y secos. El veredicto de su padre, erudito y flemático –y a la vez autor de los apodos– fue inapelable: alguna escaramuza en la Guerra del Pacífico, a pesar de la improbable locación. Aquel hallazgo arqueológico, digamos, no era común, pero otras veces lograron avistamientos de animales que la mitología colectiva convirtió en extraordinarios y hasta peligrosos, incluyendo el ave epónima del barrio, el majestuoso y carroñero Cóndor.

A unas decenas de kilómetros al suroeste, los chicos de Lima seguramente no conocieron el asombro y la emoción de aquellas expediciones, pero sí otras aventuras y peligros. Entre aquellos dos extremos del mundo conocido por ellos, se erigían las fábricas textiles, con sus combativos e infiltrados sindicatos. Poco a poco, los ruidos de los cohetones o los lejanos truenos fueron sustituidos por detonaciones más fuertes y amenazantes. Poco a poco, más bloqueos en la carretera. Más mensajes incomprensibles, pero evidentemente violentos en las pintas de los muros.

La niebla de la mañana se hizo entonces más pesada y sombría. La inocencia fue dando lugar al miedo. Una noche, uno de los cerros que se divisaban desde su colina, al otro lado de la carretera y del río, se encendió en forma de una hoz y un martillo, y ese fue el comienzo del fin de aquellos maravillosos años. El Mojón logró convencer al padre de mudarse, y entonces los menores –para quienes, recordemos, el tiempo no existía– conocieron el siglo… su siglo, con sus consabidas angustias y ansiedades.

Gonzalo Zegarra M. es consejero de estrategia