Llega el fotógrafo en busca del fallecido. El niño es ataviado con su trajecito de marinero, ligeramente maquillados sus mejillas y labios, sentado en un sillón, con las manos amarradas por detrás para que parezca que reza. Mira fijamente a la enorme cámara. Alguien ya le ha abierto los ojos ayudándose de una pequeña cuchara. Se lo rodea de sus hermanos y padres. Todos posan, taciturnos. Un disparo. Presente y ausente, se perenniza el niño en las retinas y corazones de sus deudos. Tradición europea que tuvo en Lima gran acogida, el daguerrotipo y poco después la fotografía post mórtem se convirtieron en costumbre en nuestra ciudad, tal como aparece en un aviso de Furnier en este Diario, en marzo de 1846: “Las familias que tengan la desgracia de perder algún deudo de quien deseen poseer un momento de esta naturaleza pueden lograrlo por medio del daguerrotipo, para cuyo efecto el profesor –Furnier– ofrece ejecutar el retrato en el mismo aposento mortuorio, como es costumbre en Europa en el día”.
No era escalofriante, menos aun morboso, procurar la última imagen del ser querido, ya muerto. Niños, bebes, jóvenes, madres y padres ofrecían estampas entrañables, y es que esa era la lectura de la muerte antes de la Primera Guerra Mundial, en el esplendor de la Belle Époque; una concepción más amable, natural como su llegada sin previo aviso. La fotografía mortuoria era casi tan cotidiana como la mismísima muerte del bebe o la madre a la hora del parto, de los adultos repentinamente atacados por una dolencia o enfermedades que hoy superarían con un tratamiento sencillo.
En las últimas décadas del siglo XIX, la tecnología era acogida con entusiasmo como la esperanza del hombre. La industria nos traería felicidad y bienestar. Se investigan nuevos horizontes en la ciencia, la medicina, la política y el arte. Las revoluciones industriales y agrícolas traen innovaciones como el ferrocarril, el telégrafo, la selección de semillas y las máquinas sembradoras, la aviación, la industria del juguete y la textil. En la Exposición Universal de París, el mundo se asombra con una atrevida Torre Eiffel, edificio hecho de fierro que domina el paisaje y exacerba las esperanzas.
Pero se hunde el Titanic, duro golpe que nos evidencia lo imperfectos, erráticos y pretenciosos que somos los seres humanos. Y empieza la Primera Guerra Mundial. Volar en una máquina ya no es un deporte. El piloto tiene una misión: derribar, bombardear, matar. Protagonizan esta guerra cruenta la ametralladora, el gas mostaza, y el sueño de la tecnología liberadora y amable que alguna vez conquistó París es traído abajo.
¿Y la muerte? Pasa con ella lo que con la fotografía. Se les arranca la pureza, el aire sentimental, la nostalgia. La muerte se vuelve agria, cruda, sanguinolenta y desesperanzadora. La fotografía expandió sus dominios; ya no era todo un evento obtener una imagen. Cualquiera podía tener una cámara y atrapar el instante, que dejó de ser mágico para devenir en cotidiano. El encuentro entre la muerte y la fotografía deja de ser romántico para ser testimonio gráfico, documentario.
El “Memento mori”, frase latina que significa “Recuerda que morirás”, fue tomando otro rumbo. Se desacraliza. Ya no era un privilegio obtener la imagen del familiar muerto rodeado por los suyos. El arte va al encuentro de la frase. La deconstruye y resignifica. Como se resignifican la muerte, la vida, la creación, la guerra, la imagen, el tiempo, la tecnología. Y la memoria.