Patricia del Río

canta con polleras, bustier de cuero, zapatillas ‘chunkies’ y trenzas. Su ‘look’ corresponde a la propuesta musical que le valió llevarse la gaviota de plata en ese monstruo que es Viña del Mar. Se plantó con aplomo y cantó con voz dulce “Warmisitay”, su tema que reivindica el uso de la pollerita como una prenda sexy. Lo suyo es honesto y pegajoso, es el pop andino que sin complejos mezcla la cultura tradicional con la del mundo urbano y global en el que vive.

Milena representa a esa marea de jóvenes cuyos padres y abuelos nacieron en los Andes y que llegaron a Lima a estudiar o trabajar. Su madre es de Áncash, su padre de Apurímac y ella, una chica limeñísima que ha crecido en una ciudad que siempre ha rechazado sus orígenes y lo que su familia representa. Tentada debe haber estado de esconder su “andinidad” para ser aceptada por una sociedad que la ha tratado en redes sociales de chola, serrana, fea. Ganas no le deben haber faltado de tirar la toalla cuando la han maltratado los que creen que la cultura andina no debe mezclarse con nada, y que ella no representa al profundo porque se apellida Warthon y estudió en la Universidad de Lima.

Pero ella no se deja, y en lugar de amilanarse se planta y confía en esas niñas que se saben su coreografía y que la bailan con polleritas. Hay un enorme mérito suyo, se trata de una profesional que en cada presentación ofrece un trabajo bien hecho. Pero su éxito también responde a que le canta a un Perú que ha cambiado, a un país en el que ese campo que llegó a las ciudades a mediados del siglo pasado, en lugar de borrar su identidad, articuló, fusionó y gestó nuevas formas de vida, de relación, de expresión.

El antropólogo Alex Huerta-Mercado –que tiene la mirada más clara sobre nuestra cultura popular– ha señalado que esas manifestaciones culturales que trajeron el color de los Andes y los estamparon en los cerros áridos de Lima han sido el vehículo que le permitió a una sociedad escindida encontrarse. Que les abrió la posibilidad a niñas como Milena de que construyan un universo que acoja esa dualidad andina y costeña que tanto le dolía a José María Arguedas.

El proceso no es fácil y todavía duele, pero ese Perú que baila reggaetón, come cuy chactado, y que hace rock en quechua es la muestra más clara de que no todo está perdido. Es la evidencia de que los jóvenes que han cambiado el “Danubio Azul” por el “Huaylash” en sus matrimonios, que abren canales en TikTok para viajar al pueblo de donde salieron sus padres y difundirlo, son el producto de lo que inicialmente fue un instinto de supervivencia. Son la segunda temporada de una expresión popular que tuvo su despegue con la música chicha y que, actualmente, ya no se lamenta de sus raíces que otrora los condenaban, sino que las celebran y con ellas facturan.

Hoy que tenemos un primer ministro ancashino y una presidenta apurimeña que desprecian a los que vienen a protestar a Lima, hoy que vemos con horror cómo una mujer con polleras que lleva su hijo a la espalda es gaseada como si fuera una alimaña, hoy que esa Lima que habita en una burbuja se esmera en terruquear y cholear, irrumpen estos chicos con sus miles de seguidores y les enrostran que el futuro es de los que supieron incorporar lo que encontraron con lo que traían. Que la clave de una sociedad diversa está en reconocernos y mezclarnos.

Algunos pensarán que esta es una visión ‘naíf’, pero cuando escuchamos definirse a Milena como una mujer andina, pero también limeña, comunicadora, tiktokera, cantante; cuando dice “puedo ser todo lo que yo quiera”, queda claro que el Perú que integra es el que avanza y que el otro, como los dinosaurios, va a desaparecer.

Patricia del Río es periodista