La muerte del inca Atahualpa, por Luis Millones
La muerte del inca Atahualpa, por Luis Millones
Luis Millones

No hay representación teatral que haya sido puesta en escena tantas veces como la muerte del inca Atahualpa. En muchas localidades del país, en especial en la sierra central, las poblaciones de origen andino la tienen como dramatización histórica imprescindible. Sin que sea una regla invariable, la última semana de agosto o la primera de setiembre suele ser la fecha en que se celebra. 

Recuerdo que la vi en Carhuamayo, en 1984. El texto de la obra había tomado como marco histórico el período que va desde el encuentro de Atahualpa con el conquistador Hernando de Soto en Cajamarca hasta la muerte del inca. El escenario natural eran las orillas de la laguna de Chinchaycocha, en la comunidad de Carhuamayo, en Junín, a 4.146 metros sobre el nivel del mar. Por la altura los cerros nos parecían pequeños, pero el viento helado que cruzaba las aguas nos recordaba, sin compasión, que nos rodeaba la cordillera.

La obra representada llevaba el extraño nombre de “Tamboy”. A esa palabra agregaban el título formal: “Prisión, rescate y muerte del inca Atahualpa”.  La forma teatral de esta y otras actividades semejantes son probablemente expresiones modernas de un primer afán evangelizador que utilizó argumentos artísticos para transmitir la fe cristiana. En algún momento, a fines del siglo XVII o comienzos del siglo XVIII, las tradiciones ancestrales y la necesidad de adecuarse a la condición de pueblo cristianizado lograron un nivel de organización en la sociedad indígena, al que en términos generales se le conoce como religión popular.

En Carhuamayo, como en muchos otros lugares del Perú, la genealogía de estas expresiones teatrales no es fácil de trazar. Su forma actual es reciente y se debe, en gran parte, al esfuerzo del comunero Herminio Ricaldi, quien logró convencer a las autoridades del lugar para reemplazar la festividad vigente: la danza de la coya (reina o esposa del inca), por la celebración de la muerte de Atahualpa. No fue tarea sencilla, lo intentó desde que era un joven runa (un miembro adulto de la comunidad) sin capacidad de mando, por lo que su pedido fue rechazado varias veces hasta que logró el cambio largamente deseado.

La escenificación aquella vez fue espectacular. Los personajes principales lucieron ropas alusivas a su papel, cuidadosamente preparadas. El guion, que originalmente había escrito Ricaldi, fue ensayado con empeño. Los actores que representaron las tropas incaicas y las ñustas mostraron igual elegancia en el vestir, mientras que los españoles lucieron algo menos, pero un buen grupo iba a caballo, con arreos muy decorados. 

La representación tuvo lugar en lo que habitualmente era el campo de fútbol de la comunidad, cuyos miembros llenaban los bordes de la cancha. Un potente micrófono servía para que un locutor narrase de manera emocionada el proceso histórico que se revivía. El momento de mayor dramatismo fue, sin duda, cuando el padre Valverde entregó al inca el rollo de papeles que hacían de Biblia y él los arrojó por los aires. Inmediatamente cargó la caballería española y se generalizó el combate, que tuvo más bien un tono burlesco.

Finalmente, la captura, el ofrecimiento de rescate y la inmolación del inca se sucedieron con rapidez, para dar paso a un baile general en que los actores y la audiencia se fundieron ‘cuadrillando’ (bailando) y consumiendo toda clase de bebidas, en especial un preparado local que llamaban calientito.

Tuve largas conversaciones con el anciano Ricaldi, que regresó de Cerro de Pasco para conocer lo que estábamos haciendo. Al final de nuestra estadía, y conociendo las dificultades que tuvo para sustituir la danza de la coya por la representación de la muerte del inca, le pregunté: ¿Se ganó realmente con ese cambio, valía la pena haber empleado diez años de su vida en hacerlo?

Don Herminio pensó un momento y me respondió: “No servía hacer algo que solo se quedaba en Carhuamayo. Nadie sabe que existimos, ni siquiera dónde queda este pueblo. Pero si representamos al inca, al menos por un día, nosotros somos Atahualpa, nosotros somos Pizarro, nosotros somos el Perú”. 

Que alguien dijera eso, cuando el país agonizaba bajo una guerra interna, era prueba de que tenía una fe tan grande como las montañas que nos acompañaban.