La pampa del horror, por Carmen McEvoy
La pampa del horror, por Carmen McEvoy
Carmen McEvoy

“Si quieres encontrar el cuerpo de tu hija, espera que alguien lo tire a la carretera”, le dijeron unos matones a los padres de Aymee Pillaca Leguía. Esta joven de 21 años de edad y madre de una niña de 4 es una de las tantas víctimas de las mafias que operan en La Pampa, una de las zonas más peligrosas de Madre de Dios. El pecado de Aymee fue solidarizarse con una menor que intentó fugarse de los tratantes que la prostituían y de cuya violación múltiple ella fue testigo.

El hecho ocurrió a principios de año en el bar La Rica Miel, ubicado en uno de los campamentos mineros levantados en la zona de amortiguamiento de la Reserva Nacional de Tambopata. En el antro, intervenido múltiples veces por fomentar la trata de menores, el intento de fuga se paga con la violencia sexual extrema. Consternada por lo que vio, Aymee ayudó a que esta jovencita escapara del horror. Le compró su pasaje, le proporcionó dinero y la embarcó en un bus en Puerto Maldonado con destino a su Cusco natal.

El grave error de esta mujer fue regresar a La Pampa, donde fue asesinada por orden de los captores de la menor que liberó. Hasta la fecha, su crimen, el de Alexander Chávez y de dos ciudadanos más han quedado impunes. Los cadáveres, arrojados por los sicarios de los tratantes en la Interoceánica, no han sido recuperados por sus familiares.

Leyendo el libro de Irma del Águila, “La isla de Fushia”, recordé a Aymee, cuya historia probablemente muchos han olvidado. La solidaridad femenina brillantemente descrita por Del Águila en un mundo patriarcal –donde las mujeres son objetos descartables e incluso mercancía– debería llamarnos a la reflexión como sociedad. De cómo en medio de relaciones opresivas y crueles –en las que miles de niñas y adolescentes son degradadas cotidianamente– es posible recibir aún lecciones de compasión. Destellos de una humanidad que se resiste a ser destruida por la maldad y la ambición desenfrenada.

Ante la ausencia del Estado que por su negligencia ha permitido la proliferación de una minería depredadora, pareciera ser que lo único que nos queda son iniciativas dispersas. Esfuerzos de organizaciones no gubernamentales o libros como los de Carmen Barrantes o Gonzalo Escalante, que lideran un combate desigual que, a estas alturas, debiera estar en manos del Estado. Mediante la lectura de “Entre el cielo y el infierno”, es posible entender cómo la trata de adolescentes con fines de explotación sexual es un fenómeno social donde la carencia de afecto, de recursos económicos y de capacidades sociales interactúa con el género, la marginalidad y la etnicidad. Un dato que corrobora la multicausalidad de dichas situaciones es que la mayoría de las adolescentes de Cusco –principales víctimas de la trata en los campamentos mineros– provienen de Quispicanchi, la provincia más pobre de la región.

Hace poco el presidente electo Pedro Pablo Kuczynski pronunció una frase inusual en el Perú: “Trabajemos por un país donde tengamos la libertad de ser felices”. Pienso que el tubo de ensayo para esa notable propuesta debieran ser los campamentos mineros de Madre de Dios. Ahí, desde hace mucho tiempo, no existe país, ni libertad y mucho menos felicidad. Todas esas mujeres esclavas, atrapadas en las fauces de un capitalismo salvaje que les robó el cuerpo y alma, merecen un presente y un futuro mejor. Y es nuestro deber como peruanos exigir que el Estado llegue con sus instituciones a ese infierno donde el oro reina y la vida no tiene ningún valor.