Tu robot te ama, por Santiago Roncagliolo
Tu robot te ama, por Santiago Roncagliolo
Santiago Roncagliolo

Ya están aquí. Las fantasías más delirantes de la ciencia ficción comienzan a hacerse realidad. El , la mayor feria tecnológica del mundo, nos ha sorprendido esta semana con carros que se manejan solos. La empresa de transporte ha contratado a un ingeniero de la NASA para diseñar los primeros vehículos voladores. Pero el mundo que se viene no solo trae sorpresas. También muchas dudas.

El mes pasado, el Parlamento Europeo planteó empezar a regular legalmente la convivencia con . Hace falta establecer muchas cosas. ¿De quién será la responsabilidad de un accidente producido por un robot? ¿Los puestos de trabajo remplazados por máquinas pagarán a la seguridad social? Y la pregunta más inquietante de todas: ¿qué pasa si nos enamoramos de un androide?

Hace ocho años, durante un viaje a Tokio, conocí a Lucy, una robot de suave piel blanca y ojos rasgados. Lucy se exhibía en una feria de inteligencia artificial y representaba una nueva generación de humanoides. Su antecesora había estado programada con cuatro emociones. En cambio, Lucy ya tenía treinta y dos. Era capaz de responder con entusiasmo o tristeza, según la situación, aunque se confundía ante conversaciones complejas.

Hoy, Japón ya empieza a colocar robots en lugares de atención al público: cuidadores de ancianos, recepcionistas de hoteles e incluso una presentadora de televisión –– nacieron en talleres electrónicos, no en hospitales.

Por su parte, las muñecas sexuales –sí, esas que se inflaban como llantas de bicicleta– ahora se producen de ambos sexos. Y van desarrollando anatomías más cercanas a la nuestra. Un vistazo a la página web de la empresa Real Doll basta para descubrir sus avances. En uno de sus videos promocionales, el fundador de la empresa sostiene que “es inevitable que los muñecos y robots sexuales un día dejen de ser algo raro. Mucha gente sencillamente quiere esto. Son felices así. No creo que debamos juzgarlos”.

¿Imposible? ¿Fantasías de películas como “Her” o “Black Mirror”? De hecho, es solo el paso siguiente de un fenómeno que ya empezó. Pasamos más tiempo comunicándonos con pantallas que con seres de carne y hueso. Gracias a las redes sociales, podemos vivir nuestros afectos y compartir nuestras vidas sin contacto físico.

El cambio es tan intenso que las redes de contactos como Meetic o Tinder están redefiniendo el amor. La mayoría de los divorciados y divorciadas que conozco ya no van a un bar para tontear entre desconocidos, sino se citan directamente con personas seleccionadas por un algoritmo según su compatibilidad para sostener relaciones de tipo preestablecido. Para estos adultos con vidas laborales agitadas y responsabilidades familiares, conocer a alguien es un proceso largo e incierto que no pueden permitirse. Aplicaciones como Ashley Madison se especializan incluso en buscar amantes para gente casada. En resumen: ya no conoces a una persona y luego seleccionas qué relación quieres con ella. Ahora funciona al revés.

Las relaciones humanas son imperfectas, impredecibles, erráticas. Las personas no vienen con garantía de fábrica: pueden decepcionarnos, engañarnos o sencillamente, dejar de querernos. En esta era de obsesión por la máxima productividad, no disponemos de tiempo para arriesgarlo en proyectos tan volátiles. Así que minimizamos nuestros lazos sociales o los “optimizamos”.

Con robots o sin ellos, deberíamos dejar de pensar en las personas como productos para satisfacer necesidades puntuales. Necesitamos recuperar nuestro tiempo y disfrutar de la gente, incluso de sus defectos y sus contradicciones. Porque si ponemos la satisfacción del consumidor por encima de la humanidad, los vehículos voladores de Uber solo nos conducirán hacia la soledad y la tristeza.