A la trova dile ‘No’, por Renato Cisneros
A la trova dile ‘No’, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Cuando mi esposa me dijo “vamos al concierto de Silvio Rodríguez”, no tardé en oponer mis reparos, acusando al cantautor cubano de añejo, trasnochado y caduco. Para convencerme, ella subrayó que el recital era gratuito y precisó que la iniciativa no era suya sino de una amiga, fanática de la trova, que no quería ir sola porque estaba aún convaleciente de una operación a la pierna.

Accedí a regañadientes y, 60 minutos después, ya estábamos los tres sentados en un vagón del Metro rumbo a Vallecas, el combativo barrio obrero de Madrid donde Silvio se presentaría dentro de unas horas, en el cierre de su gira por España.

Durante el trayecto fue inevitable recordar sin nostalgia la época en que Rodríguez formaba parte de mi santoral, junto con Pablo Milanés. Eran los años del fi n del colegio, el tránsito por la academia y el inicio de la universidad: etapa en la que se puso de moda entonar esos himnos que abundaban en términos como ‘patria’, ‘revolución’, ‘pueblo’ o ‘fusil’, y que pese a su evidente contenido político yo y otros incautos cantábamos creyendo que se trataba de canciones románticas, y memorizábamos sus letras, no tanto porque nos removieran la conciencia, sino porque a ciertas chicas les parecían muy poéticas, y era más factible seducirlas si reivindicabas esas mismas causas perdidas, citabas a Bertolt Brecht, te dejabas crecer la barba y hablabas de aquel modo enrevesado.

Por aquellos días era clásico ir a La Posada del Ángel, en Barranco –cuyas sucursales, repartidas a lo largo de la avenida San Martín, solían estar congestionadas–, donde un puñado de cantantes se alternaba para interpretar los hits clásicos de la trova latinoamericana. Por sus luces tenues y su aire de taberna de otro siglo, La Posada era el lugar ideal para ir con chicas de izquierda, emborracharlas con sangría y cantarles al oído Yolanda o Unicornio, esperando recibir a cambio un poco de calurosa camaradería libertaria.

Salí de esos recuerdos cuando nos tocó desocupar el tren y caminar al auditorio abierto de Vallecas, donde ya unas ocho mil personas esperaban a Silvio con latas de cerveza y banderas cubanas en las manos.

Sobreponiéndome a mi natural claustrofobia, me interné por entre la muchedumbre y conseguí que mi esposa y su amiga, que avanzaba arrastrando la pierna conmovedoramente, tuvieran al menos una vista recortada del escenario. A continuación, padecí un soberano aburrimiento con los teloneros (los españoles Luis Eduardo Aute e Ismael Serrano), pero cuando apareció Silvio –con sus casi 70 años, su aura de rebeldía o terquedad, y esa voz nasal que se escuchaba igual que los casetes de cromo que afanosamente grabé en los 90–, admito que sentí algo de la energía que emanaban las tribunas.

Entonces regresaron de golpe el idealismo de la universidad, la rancia fiebre barranquina, la otrora ambición de cambiar el mundo, y pronto me descubrí cantando de paporreta las letras socialistas de Playa Girón, Canción del Elegido y Óleo de mujer con sombrero. Y una hora más tarde, ya trepado en una verja de seguridad, en el centro del gentío, blandiendo el celular como si fuera un encendedor, coreé el estribillo de La Maza, con los ojos cerrados, y le pedí a Silvio hasta la afonía que cantara aquello de ojalá por lo menos que me lleve la muerte.

El éxtasis habanero, sin embargo, acabó de un sopetón apenas mi esposa y su amiga paticoja me jalaron de la camisa para indicar que era momento de retirarnos. Entonces di por concluida mi conversión revolucionaria, y las seguí sumisamente rumbo al Metro, cargando sus bolsos y casacas, rumiando unas arengas anacrónicas que ya nadie se molestaría en escuchar.

Esta columna fue publicada el 21 de mayo del 2016 en la revista Somos.