(Ilustración: Víctor Aguilar Rua)
(Ilustración: Víctor Aguilar Rua)
Javier Díaz-Albertini

Todos tenemos a amigos y familiares que se han alejado o con los cuales hemos cortado casi todo tipo de comunicación y contacto. No por la pandemia, sino por la polarización. Provocada por fobias profundas, muchos han abandonado sus principios más queridos o posiciones políticas supuestamente afiatadas. Esta segunda vuelta sui generis forzó a que una mayoría vote por temor, no por convicciones o esperanzas. Y el miedo –como todo especialista sabe– lleva al ataque brutal, a la huida despavorida o a la parálisis.

Bajo estas condiciones, no hemos sido testigos de debates políticos serios sobre los méritos de los candidatos impuestos por una minoría de votantes. Más bien se ha tomado de rehén a nuestra democracia maltrecha. Por un lado, se encuentran las que siempre la han pisoteado pero que ahora –por ironías del destino– han sufrido un veloz “makeover” hasta convertirse en sus valientes defensores. Por el otro, un partido más en el cual pululan hampones, dice promover una de base, cuando su ideario y planes reflejan más un “centralismo democrático” de estilo estalinista. Me dirán: pero siempre ha sido así, hace tiempo que la mayoría vota por el mal menor. No, no es igual, porque ahora hemos edificado dos males casi absolutos y solo el tiempo nos dirá qué decisión resultó teniendo la razón.

Pero ya estando ad portas de la proclamación presidencial, es momento de pensar en el futuro del país y cómo nuestro comportamiento ciudadano será esencial en determinar si construimos o destruimos. En este sentido, me gustaría compartir con ustedes algunas sugerencias.

En primer lugar, la gran mayoría de los peruanos se identifican con el centro político, algunos un poco más hacia la derecha, otros a la izquierda. Debilidades propias de nuestro sistema partidario y electoral nos llevó a atomizar ese centro y caímos en la trampa de los extremistas. Tenemos que recuperar la ponderación propia de esta posición política, no dejarnos llevar por las vendettas políticas venideras y denunciar a tanto imberbe ignorante que –por hacerse los interesantes o bacanes– juegan con simbología asociada a la muerte, dictadura y dolor (antorchas, saludos nazi, cruces, aspas, hoces y martillos). Debemos presionar para que el centro logre un espacio propio en el Congreso –donde controla un tercio de los votos– los cuales serán esenciales para la gobernabilidad democrática.

En segundo lugar, un hecho innegable es que la apuesta por el cambio une a una gran mayoría. Esto es evidente al observar los resultados electorales de la primera vuelta, en los cuales se manifestó un sentimiento generalizado de que la política del “piloto automático” debía ser descartada. Solo un tercio de los peruanos, por ejemplo, cree que la Constitución debe quedarse como tal, los demás exigiendo variados niveles de reformas. Como hemos comentado antes en esta columna, recién con el susto electoral es que la mayoría de los exministros de economía comenzaron seriamente a sugerir la necesidad de redistribuir más y mejorar los servicios de educación y salud. ¡Ya era hora!

En tercer lugar, aprovechemos el creciente interés por la política. Hemos estado residiendo en una zona de confort, una suerte de estado ilusorio que calmaba nuestras ansiedades al pensar que todo seguía funcionando “a pesar de la política”. Tremendo embuste que nos insensibilizó ante tanto robo, injusticia, colusión y obstrucción. La energía social que hemos invertido en defender a dos candidatos nefastos debería ahora alimentar a una ciudadanía activa que vigila y consensúa.

En cuarto lugar, repensemos cómo nos estamos comunicando, exijamos protocolos de respeto y veracidad en los medios masivos y las redes sociales. Es imposible construir juntos si las fuerzas de encono y desinformación siguen funcionando con total impunidad. Ya se están tomando acciones en diversas partes del mundo. Solo basta mirar las restricciones que Facebook y Twitter impusieron a Trump, aun cuando era “el hombre más poderoso del mundo”. Considero estos medios como análogos al espacio público, es decir, lugares de transparencia –contenciosos– pero de diálogo. Guardemos las diatribas para nuestros monólogos frente al espejo o –si nos soportan– nuestros círculos privados.