Hace exactamente un año, el expresidente Martín Vizcarra anunció la implementación de un estado de emergencia y cuarentena nacional de dos semanas –que finalmente duró más de 100 días– por la propagación del nuevo coronavirus, cuya presencia se había confirmado en el Perú el 6 de marzo. Desde entonces, la pandemia ha supuesto un desafío sin precedentes, y sus estragos perduran hasta hoy.
Afortunadamente, la capacidad del Estado Peruano de controlar y poner fin a la transmisión de este virus se ha incrementado en estas últimas semanas debido al arribo de las esperadas vacunas. Pero lo cierto es que, para un país con características como el nuestro, reaccionar ante un patógeno mortal siempre iba a ser una tarea hercúlea. Durante el último año, hemos sido testigos de aciertos y errores que debemos reconocer para identificar las deficiencias que aún tenemos entrando a este segundo año de pandemia.
Primero, es innegable que el confinamiento inicial fue necesario para controlar el contagio y salvar miles de vidas. No obstante, el altísimo nivel de informalidad en el empleo –que ya era un problema conocido– significó que muchos ciudadanos tuvieran que elegir entre la enfermedad o el hambre, lo que dificultó la ralentización de la propagación del virus y saturó el sistema de salud. El golpe también fue material: solo entre abril y junio, había 6,7 millones de personas sin trabajo y al final del 2020 la economía se contrajo en 11,1%. Principalmente, porque el Estado optó por el cierre radical de industrias en el ámbito nacional, en vez de evaluar el grado de riesgo de cada región para que las empresas en aquellas con bajos niveles de contagio pudieran operar.
Igualmente, nuestro frágil servicio de salud evidenció todas sus carencias. A inicios del 2020, el Perú era uno de los países de América Latina con el menor número de camas UCI por cada 100 mil habitantes y sigue teniendo una gran falta de materiales y especialistas. La escasez de recursos y personal agravó la tasa de mortalidad por COVID-19, que llegó a ser la más alta del mundo por 100 mil habitantes por varios meses. Se ha intentado revertir en el corto plazo estas deficiencias, pero sigue siendo urgente planificar propuestas a largo plazo para mejorar la atención médica.
En paralelo, la crisis fue agudizada por la mezquindad de nuestros representantes, muchos de los cuales se dedicaron a buscar aplausos a través de medidas populistas o a las pugnas políticas por intereses propios. El Congreso, como se sabe, ha aprobado proyectos de ley que, más que ayudar, generarían más daño a nuestra estabilidad macroeconómica, como el tope a las tasas de interés, la “devolución” de los aportes a la ONP, y la reposición de más de 14.000 docentes a la carrera pública magisterial. Por otro lado, nuestra débil institucionalidad política llegó a sus límites tras la vacancia de Martín Vizcarra y el breve gobierno de Manuel Merino, lo cual demostró que nuestros líderes no priorizaban el bienestar de la población al desestabilizar política y socialmente al país. Luego, el descubrimiento en febrero de la vacunación irregular de más de 400 funcionarios con un lote de vacunas de Sinopharm supuso un golpe muy duro a la moral nacional, al sentirse la revelación como una confirmación de que nuestra clase política pone sus intereses por encima de la necesidad pública.
Y como si fuera poco, las noticias falsas con respecto a la eficacia de algunas vacunas plagaron las redes sociales y ciertos programas periodísticos, perjudicando los esfuerzos de la campaña de vacunación.
Llegamos, así, al final del primer año de esta pandemia: afectados no solo por aquellos que hemos perdido, sino también por las carencias que todavía cargamos y que, de no ser paliadas, amenazan nuestra continuidad republicana. Es tarea pendiente del futuro gobierno asegurar que en este segundo año no cometamos los mismos errores y, sobre todo, que comencemos por fin a fortalecer las bases que nos sostienen como país.
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