Vizcarra dijo también que la inversión en educación y salud es segura y es la que se tiene que hacer, porque significa preocuparse por lo más importante, que es la población, el ser humano. (Foto: Presidencia)
Vizcarra dijo también que la inversión en educación y salud es segura y es la que se tiene que hacer, porque significa preocuparse por lo más importante, que es la población, el ser humano. (Foto: Presidencia)
Editorial El Comercio

No hay manera de pasar por agua tibia los resultados de la encuesta El Comercio-Ipsos publicada ayer. Según el sondeo, el porcentaje de ciudadanos que desaprueba la gestión del presidente Vizcarra pasó de 24% a 48% en apenas en un mes, superando su índice de aprobación de 37% –el cual se redujo en 15 puntos porcentuales en el mismo período–. La caída del apoyo popular al líder del gobierno es tan pronunciada como preocupante. 

Los índices de aprobación relativamente altos que podía exhibir el presidente Vizcarra al inicio de su gestión (57% en abril) no eran inusuales para un mandatario en sus primeros días de trabajo. El presidente Kuczynski bordeaba 60% en julio del 2016, en tanto que la del presidente Humala alcanzaba 70% a mediados del 2011. Lo inusual es la velocidad del desplome. Mientras otros jefes de Estado lograron mantenerse cómodamente por encima del 50% de aprobación durante los primeros meses, la caída del presidente Vizcarra ha sido de una violencia que, si no se han prendido ya las alarmas en Palacio de Gobierno, debieran prenderse muy pronto. 

Y eso porque la cuestión no es menor. Si bien en todos los países se sigue mes a mes la evolución de la aprobación pública de las autoridades sin que sus resultados tengan mayores consecuencias prácticas, en el Perú este proceso reviste particular importancia. En presencia de instituciones políticas firmes, que trasciendan el liderazgo personal del presidente de turno, el rumbo del país y la estabilidad de sus políticas públicas gozan de solidez con cierta independencia de lo que puedan marcar las encuestas. Por el contrario, con partidos políticos débiles, descrédito generalizado de los poderes del Estado, y grupos de presión organizados que logran prebendas –legales o no– gracias a su influencia en la esfera pública, la fortaleza y legitimidad que emana de la aprobación popular es clave para la sostenibilidad de las políticas que se deseen implementar desde el Ejecutivo. En otras palabras, la popularidad puede fungir de soporte presidencial en ausencia de instituciones sólidas. Sin estas ni aquella, la gobernabilidad se pinta como una tarea cuesta arriba. 

Esta reflexión es especialmente relevante para un presidente que no solo no fue directamente elegido por las urnas, sino que enfrenta una bancada opositora fuerte en el Congreso mientras dispone de una bancada oficialista reducida y poco comprometida con su causa. Peor aun, en el contexto en el que ha tocado gobernar –con déficit fiscal creciente, crecimiento económico aún débil, inversiones privadas y públicas paralizadas, etc.–, el espacio económico para políticas de corte más populista –como las que emprendieron anteriores mandatarios– es sumamente reducido. 

En este escenario, la cosecha de embates que ha ganado el presidente –a costa precisamente de tratar de evitarlos– debe servir como lección respecto de la importancia que tiene delinear una política clara de gobierno y convocar alianzas de ancha base para comunicarla y defenderla.Ya hemos perdido, después de todo, tres meses de gobierno, que se suman a los veinte anteriores en los que no hemos visto resultados.  

Si el presidente hoy se siente solo es porque de alguna manera así lo ha querido. Pero a estas alturas queda claro que sin un mensaje que logre atraer colaboradores, aliados, o cuando menos simpatizantes eventuales, no solo estos tres años que quedan por delante estarán vacíos de cualquier reforma significativa, sino que la gobernabilidad podría estar en riesgo.  

Así, el futuro de la gestión del presidente Vizcarra depende del círculo virtuoso que pueda cimentar alrededor de mejoras en su popularidad y la consolidación de alianzas políticas. Las primeras posibilitan la segunda, y viceversa. Sin estas, el marasmo al que parece encaminarse la administración Vizcarra será inevitable.