Han pasado 390 días desde que se identificó el primer caso de COVID-19 en el Perú. Desde entonces, han muerto más de 51 mil personas, según cifras del Ministerio de Salud (Minsa), y más de un millón y medio de ciudadanos se han contagiado. Asimismo, más de medio millón de peruanos ya han sido vacunados, una cifra sumamente modesta, pero que supone los primeros pasos hacia la solución de esta tragedia. Sin embargo, mientras tanto, no hay razones para bajar la guardia y los últimos días lo han demostrado.
Como se sabe, una variante más virulenta del patógeno, la que fue descubierta en Brasil, ya se encuentra en nuestro país y sus efectos no se han hecho esperar. Solo en Lima este, como informó este Diario, 6 de cada 10 de los casos confirmados de coronavirus corresponden a la cepa en cuestión, lo que parece coincidir con que los decesos totales en esta zona de la capital ya sobrepasen en 40% lo reportado durante el pico de la primera ola de la pandemia. Se estima, además, que pronto el 90% de los infectados en todo el país lo estará por culpa de esta versión del virus.
Naturalmente, el alto número de contagiados supone mayor presión sobre nuestro sistema de salud. El periplo de centenas de peruanos que buscan oxígeno para sus familiares o acceso a camas de cuidados intensivos persiste en las redes sociales y en las puertas de los centros de salud y los resultados, en la mayoría de los casos, son adversos. El personal de salud, por su lado, está agotado y desmoralizado. En otras palabras, estamos con el tanque en reserva y muy lejos, todavía, de la próxima estación de servicio.
Lamentablemente, la agudización de nuestros problemas no está viniendo acompañada de mayor prudencia por parte de los ciudadanos. En los últimos días se ha visto cómo múltiples lugares públicos están abarrotados de personas, cómo se organizan fiestas clandestinas e incluso cómo algunas personas se resisten a utilizar mascarillas o a acatar las medidas dictadas para paliar los efectos de la pandemia. Las consecuencias, a menos que haya un cambio de actitud, serán más muertos y la prolongación (y hasta aumento) de las restricciones vigentes.
Así, los feriados de Semana Santa son una buena oportunidad para poner en práctica un poco de disciplina y sensatez. Aunque el Gobierno haya declarado cuarentena desde el jueves hasta el domingo, ha quedado demostrado que existe un límite en la capacidad del Estado para hacer cumplir las disposiciones que se dictan. Mucha de la responsabilidad recae, entonces, en nosotros mismos, especialmente en fechas en las que los peruanos nos hemos acostumbrado a celebrar en grupo y en familia. Ahora esto no es posible, pero las privaciones a las que hoy nos sometemos serán, justamente, las que nos permitirán mayor flexibilidad en el futuro. Relajarse en la prevención del COVID-19 es una mala apuesta por donde se le vea.
El hastío por todo lo ocurrido en el último año es comprensible. La tesitura combina el duelo con la frustración e incluye una aguda crisis económica que solo suma a la aflicción. Pero es nuestro deber estar a la altura de estas circunstancias y es nuestra tarea cuidarnos rigurosamente para evitar enfermarnos o, peor aún, enfermar a las personas que queremos. Esa es nuestra obligación, así como la del Ejecutivo es acelerar el proceso de vacunación y garantizar su transparencia. La amenaza persiste y simplemente no podemos ignorarla, mucho menos quedarnos con los brazos cruzados.
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