(Foto: USI)
(Foto: USI)
Editorial El Comercio

No han sido pocos ni irrisorios los cuestionamientos que ha recibido la procuradora ad hoc para el Caso Lava Jato, Katherine Ampuero, desde que fuera nombrada en dicho cargo en febrero de este año, a propuesta de Julia Príncipe, entonces cabeza del Consejo de Defensa Jurídica del Estado en representación del Ministerio de Justicia.

Los desencuentros con la fiscalía anticorrupción, por ejemplo, fueron notorios desde el primer momento. Ya en marzo, sorprendían los mediáticos anuncios de la procuradora Ampuero de haber imputado delitos a ex funcionarios que no habían sido sindicados por el fiscal anticorrupción Hamilton Castro (“Él tiene su estrategia y nosotros la nuestra” fue la escueta justificación de la abogada) y su reticencia a reunirse con la empresa Odebrecht –con la que el Ministerio Público ya había llegado a un acuerdo de colaboración preliminar– para discutir la eventual reparación civil (“Nosotras somos dos procuradoras, dos mujeres, que tenemos los ovarios bien puestos y no vamos a ceder a condicionamientos de ninguna empresa” fue, entonces, la expresión rimbombante pero vacía de contenido).

En los meses siguientes la situación no cambió, como se puede apreciar a partir de los intentos de la procuraduría por incluir en los procesos penales a las mismas personas con las que la fiscalía negociaba, de sus críticas públicas al acuerdo de colaboración celebrado por el Ministerio Público, y de las solicitudes de embargo y congelamiento de cuentas no respaldadas por la institución a cargo de la investigación. Que la fiscalía no haya compartido con la procuraduría los términos del convenio preliminar celebrado con Odebrecht, y que la procuraduría se haya negado a firmar un compromiso que le hubiera permitido presenciar la declaración de Marcelo Odebrecht ante fiscales peruanos en Brasil, fueron solo muestras adicionales del divorcio existente entre dos entidades que deberían apuntar a un mismo fin en un caso de tal relevancia y complejidad.

La estrategia de utilizar el mecanismo de la colaboración eficaz para lograr el esclarecimiento de todos los hechos delictivos, identificar a los cómplices de Odebrecht y, consecuentemente, aspirar también a una mayor indemnización para el Estado Peruano, al parecer, no formaba parte del incomprensible plan de la procuraduría.

La dimensión de los enfrentamientos de la procuraduría se extendió en los últimos días hasta llegar al propio Ejecutivo, cuando la procuradora Ampuero solicitó y obtuvo una medida cautelar para bloquear la venta del proyecto hídrico de Olmos que estaba bajo la titularidad de Odebrecht. Una decisión sibilina puesto que, a través del Decreto de Urgencia 003-2017, el propio Ministerio de Justicia había propiciado el marco legal para que la constructora brasileña vendiera sus activos y, de ese modo, los proyectos –en manos de nuevas empresas– pudieran continuar, se restableciera la cadena de pagos, y el resultante de dichas ventas fuera destinado al pago de la eventual reparación civil a favor del Estado.

Con todos esos antecedentes, no debería llamar al asombro que el vaso finalmente se haya derramado y que la titular de Justicia, Marisol Pérez Tello, haya resuelto destituir a la procuradora Ampuero. Y, dado que Ampuero mantenía el respaldo de Julia Príncipe, tampoco debe sorprender que esta última también fuera licenciada.

Lo llamativo del caso, no obstante, ha sido la forma tan imprudente de anunciar la decisión en un programa televisivo sin esclarecer apropiadamente los términos de la partida de Príncipe, lo que ha dado pie a que esta última cuestione la franqueza de Pérez Tello.

Así, aun cuando la conferencia de prensa de Ampuero, Príncipe y la también cesada Liliana Meza realizada ayer permita confirmar el desmedido afán de protagonismo de las ex funcionarias y la soberbia que les impide reconocer los varios errores que les terminaron costando el puesto, también ha servido para colocar al Gobierno en una endeble tesitura política y exponerlo nuevamente a los ataques de sus detractores.

Una vez más, el Ejecutivo se enfrenta a una dura lección: despedir a funcionarios de mal desempeño puede ser una buena decisión, pero mejor aún es no designarlos.