Las recientes revelaciones del que ha sido catalogado como el caso más grande de corrupción de la historia de América Latina han vuelto a poner los reflectores sobre gran parte de la clase política peruana. Un documento del Departamento de Justicia de Estados Unidos muestra que la compañía brasileña Odebrecht confesó haber pagado sobornos por alrededor de US$788 millones a funcionarios estatales en al menos 12 países. Entre dichas prebendas, US$29 millones fueron destinados a autoridades peruanas a cambio de favorecer a la compañía constructora en licitaciones de obras y proyectos de infraestructura entre el 2005 y el 2014, un período que involucra a los gobiernos de los presidentes Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala.
La conmoción generada no se debe tanto a la comprobación de que, efectivamente, Odebrecht incurrió en actos de corrupción en el país –algo sobre lo que ya habían informado las autoridades brasileñas–, sino más bien a la anticipación que trae consigo el eventual descubrimiento de cuáles fueron las obras específicas que fueron objeto de coimas y, sobre todo, qué funcionarios peruanos estuvieron involucrados en dichos actos.
Así, mientras un ex mandatario y algunos líderes políticos se han apresurado a negar su envolvimiento en algún hecho ilícito, otros han demandado la reactivación de la comisión parlamentaria Lava Jato, que investigó durante el Congreso pasado los presuntos actos de corrupción relacionados con las empresas de construcción brasileñas. Lamentablemente, si las comisiones investigadoras del Congreso han demostrado algo hasta la fecha ha sido su inefectividad para esclarecer hechos delictivos y determinar responsabilidades con algún tipo de validez legal, una tarea que más bien le corresponde al Ministerio Público y al Poder Judicial.
Visto desde otra perspectiva, sin embargo, las revelaciones de Odebrecht y otras empresas incluidas en el Caso Lava Jato presentan para el Perú la gran oportunidad para encaminar, de una vez por todas, la tantas veces postergada reforma del sistema judicial. Y empezar por aquel campo en el que los tres poderes del Estado y la ciudadanía coincidirían como el más apremiante: la lucha anticorrupción.
Hasta el momento, el fiscal de la Nación, Pablo Sánchez, ha anunciado la creación de un equipo exclusivo para el Caso Lava Jato, y lo propio ha comunicado el Consejo de Defensa Jurídica del Estado, con un grupo de trabajo que será liderado por el procurador anticorrupción, Amado Enco. Se trata, no obstante, de iniciativas aisladas que a poco podrían aspirar si no forman parte de un esfuerzo conjunto y coordinado que también involucre al Poder Judicial y a la policía. Basta con recordar los recientes casos de delincuentes liberados para constatar lo nociva y frecuente que es la falta de coordinación entre los órganos de justicia en el país.
Además, considerando los más de 30.000 casos de corrupción en el Perú reportados por la procuraduría, repartidos entre apenas 121 procuradores, se hace indispensable un compromiso de todos los poderes del Estado para dotar a los órganos de lucha contra la corrupción de suficiente autonomía y recursos para su labor. De hecho, el propio caso brasileño, donde un proyecto de ley discutido en la Cámara de Diputados amenaza con bloquear los esfuerzos de las autoridades fiscales y judiciales (a través de sanciones penales para jueces y la prescripción de los delitos de soborno en campañas electorales), debería servir de alerta para demandar al Ejecutivo y al Congreso que se abstengan de cualquier intento de intromisión y, más bien, que refuercen y blinden institucionalmente a los órganos anticorrupción.
Finalmente, y mientras avanzan las investigaciones internacionales, el Caso Odebrecht proporcionará a la opinión pública la oportunidad de distinguir, a través de sus actos, quiénes de nuestros políticos locales se encuentran verdaderamente comprometidos con la lucha anticorrupción y quiénes tienen algo que temer.