El ha demostrado disciplinadamente su incompetencia para gobernar y ha permitido –o compartido– actos de corrupción como han mostrado ampliamente los medios de comunicación. El no lo ha superado en calidad de su trabajo y empata en su pésimo desempeño ético. Esto lo ha hecho merecedor del abultado rechazo ciudadano, mayor que el del Gobierno, que ya es decir demasiado.

Esta es una crisis generalizada de la representación política que debería terminar con un adelanto de elecciones con reforma política, como lo hemos sostenido desde hace un tiempo en esta columna. El problema es que esta tensión entre los poderes ha llevado a modificaciones normativas pensadas en el hoy (Pedro Castillo), pero que tendrán efectos negativos en el futuro.

Estamos refiriéndonos a las relaciones entre el y el Legislativo. Este tiene un lado colaborativo, no necesariamente exento de tensiones y conflictos, debido a que las políticas públicas responden, en principio, a visiones generales, planes y orientaciones, no necesariamente compartidos. Claro que, muchas veces, no se piensa en políticas y tanto Ejecutivo como en el Parlamento canalizan intereses mercantilistas, algunos de ellos incluso mafiosos.

La otra relación está en cómo, en democracia, se administra el poder. En pocas palabras, los límites del poder. Es en este ámbito en el que hemos tenido serios problemas para diseñar las instituciones y sus relaciones. En el desarrollo de las numerosas constituciones hemos tenido un diseño institucional de un presidencialismo parlamentarizado que ha mostrado, sobre todo en el último quinquenio, sus serios problemas y déficit para organizar los límites del poder, condición necesaria para el equilibrio entre ellos.

Compartimos, como en casi toda América, un sistema en el que las figuras del jefe de gobierno y jefe de Estado recaen en el presidente de la República y se lo elije directamente, al igual que el Congreso. El equilibrio consiste en que ninguno de los dos debe tener más poder que el otro y que esta diferencia le permita someterlo. Pese a ello, las diferentes constituciones han ido inclinando el peso en uno y otro lado.

Para eso, se han incrustado mecanismos de los parlamentarismos de origen europeo, que no lo tiene ningún país de la región, pero manteniendo una estructura presidencial, cuyo resultado es un edificio caótico y peligroso, con efectos perversos que se pronuncian cuando se tiene políticos irresponsables.

Si el Congreso puede interpelar, investigar y censurar ministros, dotar de confianza al Gabinete Ministerial, suspender y acusar constitucionalmente al presidente, ¿cómo hace el jefe de gobierno para gobernar y no permitir que el Parlamento lo avasalle? La única figura en la Constitución es la disolución del Congreso, condicionada a la censura y/o negativa de confianza en dos oportunidades.

El tema de fondo para los futuros presidentes es que, si no tienen mayoría como en el último quinquenio, con una cuestión de confianza acotada e interpretada por el Parlamento como es ahora, se tendría gobiernos maniatados. A final de cuentas, gobiernos sin poder gobernar. Si a eso se suma una interpretación maniquea de una vacancia presidencial por “incapacidad moral”, figura que puede ser llenado de contenido de cualquier manera, tendríamos presidentes con una espada de Damocles sometidos al Congreso. En cualquier parte eso se llama, simple y llanamente, desequilibrio de poderes. Una reforma debe modificar esta situación de hecho, no necesariamente para regresar a la fase anterior, sino repensar qué diseño nos permite canalizar el conflicto y limitar el poder. Esta no es la única tarea pendiente,

Fernando Tuesta Soldevilla es profesor de Ciencia Política en la PUCP