“Sí, juro”, dice el nuevo miembro de la mafia siciliana el día de su incorporación a la ‘Familia’. Lo que jura cumplir es el voto de silencio, la ‘omertà’, el código de honor del crimen organizado. El cemento que sella ese silencio es la lealtad personal, pero acompañada del miedo. El castigo para el que delata es la muerte. Según un dicho siciliano, “el que es sordo, ciego y mudo vive cien años en paz”.
La ética de lealtad personal, confianza, respeto y privacidad empodera a cualquier organización, pero tiene doble cara si impide o dificulta el deber ante el resto de la sociedad. ¿Cuántos policías “leales” callan ante la deshonestidad de sus compañeros? ¿Cuántos niños sufrieron por el silencio cómplice de los que sabían de los abusos cometidos por algunos religiosos? ¿Cuántos analistas de empresas auditoras callan cuando sus jefes tergiversan datos para darle visto bueno a un cliente?
Una brillante representación del dilema de la lealtad moral es la película clásica “El tercer hombre”, basada en una novela del británico Graham Greene. Cuenta el caso de un joven estadounidense que, terminada la Segunda Guerra Mundial, viaja a la destruida ciudad de Viena, respondiendo al ofrecimiento de trabajo de un amigo austriaco, representado por el célebre Orson Welles. Al llegar, le informan que su amigo ha muerto, y de quien se sospecha era traficante de medicinas. El norteamericano descubre que su amigo solo ha fingido la muerte y que, efectivamente, era un criminal. Luego de visitar un hospital y de ver niños muertos por la meningitis causada por la penicilina bamba de su amigo, el estadounidense lo persigue, pero, en la lucha para capturarlo, termina matándolo.
¿Fue desleal? Recuerdo que vi la película en Estados Unidos con dos amigos peruanos. Al regresar a casa, debatimos la respuesta. Para ellos, era imperdonable la traición al amigo. Para mí, hubiera sido imperdonable no delatarlo.
Años después, me tocó ser protagonista de un desacuerdo acerca de la lealtad. En 1983, la economía peruana fue duramente golpeada por una crisis financiera mundial y un desastroso fenómeno El Niño. Al año siguiente el Gobierno Peruano logró un rescate financiero del exterior, condicionado en el cumplimiento de un plan de estabilización. Pero pasaba el año y el gobierno no hacia lo necesario para equilibrar la economía. Como presidente del BCR, me tocó informar al país sobre la situación de las finanzas nacionales, como mandaba la ley. Así, se conoció que el Perú no estaba cumpliendo las metas acordadas en su plan de estabilización.
Inmediatamente fui acusado por el gobierno de desleal, textualmente, de “darle una puñalada en la espalda al país”. El presidente pidió públicamente mi renuncia, pero la nueva Constitución, de 1979, establecía la independencia del BCR, protegiendo a su directorio de despido por motivos políticos. Las recriminaciones aumentaron cuando el banco se negó a desequilibrar el programa monetario para financiar al gobierno. Horas después de escuchar un ataque televisivo a mi persona, mi padre falleció de un infarto, castigo totalmente accidental, pero que me graficó para siempre el riesgo personal y familiar que corre cualquier funcionario que opta por ser leal a su función, antes que a los individuos de su entorno del momento.
Se anuncia la posibilidad de que el Perú sea admitido al club de los países más desarrollados del mundo, la OCDE. Pero lo que caracteriza a esos países es su desarrollo institucional, una cultura que pone la lealtad a la función y a la colectividad antes que la lealtad personal. El camino a la OCDE no está en la “privatización” de lo conversado por los funcionarios del Estado, sino, precisamente, en su “publicación”.