El fujimorismo/antifujimorismo es la principal división política del Perú contemporáneo y juega un rol similar al que tuvo el aprismo/antiaprismo en el siglo XX. Este parteaguas implica que se han generado dos identidades principales entre el electorado: aquellos que endosan –con sus mentes y sus corazones– la candidatura de Keiko Fujimori; y aquellos que rechazan visceralmente la posibilidad del retorno del fujimorismo al poder. En los últimos días, el antifujimorismo se ha activado con mayor beligerancia al punto que ha sacado a las calles a miles de manifestantes, logro que pocos candidatos presidenciales pueden jactarse de alcanzar.
Las identidades políticas se fundan en hitos históricos. Así, el voto que usted emitirá el 10 de abril (y en una eventual segunda vuelta) tiene mucho más memoria de lo que se cree. La decisión de su opción en la próxima cédula implica un viaje al pasado, un retorno a los noventa, específicamente al 5 de abril de 1992. Lo sucedido hace 24 años está mucho más vigente en los alineamientos políticos de lo que suponen los especialistas. Cuando las identidades se asientan, nos convertimos en actores memoriosos y moldeamos nuestra racionalidad y nuestros afectos según cómo hemos interpretado la historia reciente.
Los vínculos familiares han servido de espacios de socialización política por excelencia que han moldeado nuestra identidad, positiva (fujimorista) o negativa (antifujimorista). Jóvenes que no necesariamente guardan recuerdo vivencial de la década autoritaria se adhieren con vehemencia al rechazo gracias a la transmisión intergeneracional de la crítica más aguda al gobierno de Alberto Fujimori. El contexto actual reedita símbolos potentes en la nomenclatura antifujimorista: la “interpretación auténtica” de regulaciones legales como eje de la arbitrariedad de quien debilita (y elimina) a sus contrincantes con reglas de juego trucadas. Tomar las calles enarbolando las consignas del “No a Keiko” es una suerte de ‘remember’ que conecta la voluntad individual con una identidad colectiva mayor y con una “lucha histórica”.
El antifujimorismo, sin embargo, no tiene dueño, candidato presidencial ni partido. Su atomización en distintos colectivos y la ausencia de liderazgo abonan a la probabilidad de la violencia. Está a la caza de un reemplazante de Guzmán. PPK fue demasiado cariñoso con el fujimorismo en la campaña anterior como para representar ahora su oposición. Mendoza y Barnechea ensayan los gestos necesarios para sintonizar con este electorado, pero a la vez se dañan entre sí. Toledo –una suerte de “antifujimorista perfecto”– ha devaluado su figura presidencial al punto de no ser considerado un rival de fuste ante la candidata de Fuerza Popular, a pesar de sus credenciales antifujimoristas.
El paso del sentimiento antifujimorista de las calles a las urnas no es tarea sencilla, sobre todo porque Keiko Fujimori ha registrado anteriormente la disminución de sus anticuerpos. Aunque creciente en los últimos meses (de 34% a 44% entre enero y marzo), el antivoto a Keiko Fujimori aún no excede niveles alcanzados en la elección pasada (49% en febrero del 2011). El caos electoral actual, sin embargo, permite contextualizar –convenientemente para el antifujimorismo– la justificación de su causa. La pérdida de legitimidad de las elecciones es traducido como “fraude” y la maraña electoral en una trampa maquiavélica de elites “corruptas”. Bienvenidos de vuelta a la década del noventa.