¡Basta de exhortaciones!, por Mario Ghibellini
¡Basta de exhortaciones!, por Mario Ghibellini
Mario Ghibellini

No se puede descartar que parte del problema derivase de que no sabían muy bien qué quiere decir la palabra ‘exhortación’, pero en cualquier caso, la que el presidente de la comisión Lava Jato le dirigió al ministro de Transportes para que se abstuviera de firmar la adenda al contrato del aeropuerto de Chinchero produjo en el gobierno una zozobra inquietante. Un oficio firmado por el titular de una comisión congresal, después de todo, no es más que eso. Y sin embargo al ministro Vizcarra le resultó suficiente para suspender una decisión que solo días antes había merecido anuncios alborozados de otros representantes del Ejecutivo por el presunto ahorro de 589 millones de dólares que entrañaba para el estado.

Fallida fullería

Quienes hayan seguido las explicaciones que dieron en ese sentido el ministro de Economía –primero- y el propio presidente Kuczynski (con pizarrita y camisa remangada) –después- habrán notado que, si bien el recreo puede haber terminado, la clase de matemáticas claramente todavía no empieza. Pero no es del escamoteo del ‘costo de oportunidad’ del dinero que tendrá que poner ahora por delante el estado o de las tasas de interés que los voceros del gobierno alucinan para calcular el pretendido ahorro que queremos hablar aquí. Nuestra reflexión gira, más bien, en torno a lo artificioso de los, digamos, argumentos esgrimidos por Vizcarra para detener la firma el 30 de enero… y, dos días después, cambiar de idea entre advertencias a los congresistas que no los ‘dejan gobernar’.

Una exhortación –es decir, una invocación a alguien para que haga o deje de hacer algo- de un legislador que, como otros 24 o 25, preside una comisión del Parlamento no tiene el estatus legal para paralizar al Ejecutivo en iniciativa alguna; máxime si se trata de un empeño del que el gobierno –como en este caso- se mostraba muy convencido. La comunicación del congresista Víctor Albrecht, por lo demás, hablaba vagamente de la necesidad de “cautelar los intereses del estado” y nada más.

¿Por qué, entonces, el ministro de Transportes (con la indudable  anuencia del presidente) resuelve dar el frenazo y deslizar en su respuesta a ese oficio sin gloria que la suspensión de la firma convenía también “en aras de la transparencia”? La verdad es que el gesto da toda la impresión de ser un movimiento desesperado para aferrare a una excusa que los librase de alguna angustia propia con relación a la adenda, sin tener que sumar una muesca más al conteo de los bamboleos necios de esta administración en sus afirmaciones y anuncios.

La fullería, como es notorio, no funcionó. Y eso, sumado a la previsible tormenta que empezó a gestarse en el Cuzco por la postergación de la obra, obligó al gobierno a desdecirse, una vez más, dos días más tarde y proclamar que procederían a firmar el documento sin demora. Sin ahorrarse, por supuesto, el bochorno de desplegar una firmeza de utilería para advertir que lo hacían porque no podían caer “en el juego político de fuerzas que nos dicen que nos abstengamos, pero luego dicen que están de acuerdo”.

Despejadas las brumas del ridículo, sin embargo, sería ideal que nos explicasen cuáles son esos fantasmas internos que, por un momento, los hicieron temblar frente al contrato. 

Esta columna fue publicada el 4 de febrero del 2017 en la revista Somos.