El próximo tatuaje que Astrid quiere hacerse (acaba de estrenar una colorida calavera mexicana en su brazo derecho) es un torito de Pucará. Un símbolo de suerte y de protección, aunque ella no cree demasiado en eso. Astrid Gutsche cree en el trabajo, en la determinación y en la ausencia del miedo en todo y para todo. Ese es su verdadero amuleto.
La chef nacida en Alemania, criada en París, enamorada del Perú en general y de un peruano en particular (sus nombres enlazados bautizan uno de los restaurantes más premiados de las últimas décadas: Astrid & Gastón) no tiene muchos momentos de descanso hoy por hoy. En realidad, no los ha tenido en los últimos 27 años, desde que empezara su aventura culinaria en estas tierras como una de las protagonistas más activas de aquel boom que lo cambió todo. Nada de lo vivido en ese tiempo, sin embargo, se compara con lo que ha visto con la pandemia. Sin mucho control sobre lo que traerá el futuro, las energías de Astrid están puestas en el presente.
Ahí es donde la encontramos.
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–Siempre has estado en el restaurante, recibiendo a la gente, saludando de mesa en mesa. Si bien eso se mantiene en la forma, ¿qué tanto ha cambiado en el fondo?
Muchísimo. Cuando se trata de salvar algo, tienes que estar ahí todo el tiempo. De noche y de día, en la mente no te desconectas nunca. Es lo que toca.
–Muchos cocineros dejaron de ir [de manera presencial] a sus locales durante la pandemia. Una decisión válida, dadas las circunstancias. Tú no lo hiciste, sin embargo.
En cantidad quizás el trabajo ha bajado, pero no en intensidad. Esa intensidad está en cómo debes atender, el saber que no puedes fallar, que haya menos personal, que todos andamos con angustia, estrés. Pero estoy acá por dos razones: una, porque tengo que asegurarme de que cada cliente que venga quiera regresar; darle alma, corazón, todo. Y dos, por los chicos. Todos estamos pasando por momentos difíciles. Siempre se puede animar y ayudar. Suena tonto, pero cualquier lágrima se puede secar con una sonrisa.
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–¿Cuántas personas trabajan actualmente en Astrid & Gastón?
Somos unos 60. Hoy más que nunca es importante conocer la vida familiar, qué le pasa a cada uno. Y es mutuo. Si sé que están bien, yo estoy bien.
–Es posible que tu figura imponga, sobre todo para quienes son nuevos en el equipo. Quizá haya quienes se cohíban de decirte ciertas cosas.
Ha quedado el grupo con muchos de los más antiguos; nos sentimos bastante unidos en ese sentido. Cuando ha llegado alguien nuevo, sobre todo a pastelería [para la marca de postres De Astrid], yo me doy cuenta rápido. Mi trabajo es analizar tanto al público como a los que trabajan conmigo. Me siento como una máquina de radiografía: te miro nomás y ya sé qué te pasa. Eso hago todo el día: analizar gente.
–Las personas no suelen verte triste o apagada. ¿Qué pasa cuando te sientes mal?
Cuando falleció mi mami, hace un año y medio, o dos, vine a trabajar. Todo el mundo sabía. Yo quería que todo siguiera normal. El único lugar donde iba a sentirme bien era acá [Casa Moreyra] y era donde iba a olvidarlo más rápido. Me conocen tanto que saben en qué momento hablarme. Obviamente en el equipo hay dos o tres personas que me conocen un poco más, que saben que a veces necesito un abracito. Pero la posibilidad de fallar no existe para mí, y nunca lo ha existido para nada. No tengo miedo a caerme, porque te caes y se vuelve a empezar.
–Es inevitable sentir miedo en una coyuntura como esta. ¿Cuáles son los momentos más difíciles que te ha tocado manejar dentro del equipo?
Muerte de familiares, muerte de un papá, de una pareja. Eso ha sido muy duro. Pero no puedo flaquear y no quiero que ellos lo hagan tampoco. Luego habrá momento para llorar, ahorita hay que seguir adelante.
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–Astrid & Gastón cumple 27 años en julio. En ese tiempo han vivido crisis económicas, conflictos políticos y demás problemas en el país. ¿Cuál ha sido la época más complicada?
Esta pandemia, definitivamente. Te das cuenta de la magnitud de este momento porque nunca habíamos tenido que dejar ir gente, que fue lo más difícil de todo al comienzo.
–Ha pasado poco más de un año de la pandemia. ¿Dirías que hemos sobrevivido a lo peor?
Estamos dentro del túnel, pero con una luz al final. Hay palabras que me molestan en esta época más que nunca. El “ojalá” no quiero escucharlo; “ojalá salgamos de esta”. ¡No! “Con fe”, tampoco. Todo depende de lo que cada uno hace. No es ojalá: vamos a salir. No hay tiempo que perder.
Astrid solo hay una
–Tu colección de mascarillas es amplia y bonita (algunas tienen bordados y otros detalles). Con todo y los cuidados, ¿nunca temiste contagiarte?
Lo voy a decir así. Soy consciente de que existe el virus, pero no lo tengo presente de esa manera. Si llega mi turno para vacunarme o me pueden venir a vacunar, lo haré. Pero si es una complicación donde tengo que dejar todo por unos días, no. Aparte no me siento cómoda vacunándome mientras todos mis chicos que están trabajando y son mi familia no lo pueden hacer. No me siento bien. Tengo muchos clientes que ya vienen vacunados y me alegra. Mientras más sean, más nos protegemos. Estoy expuesta, pero me cuido y la mente es muy fuerte. Si dejas entrar el miedo, entra. A veces puedo parecer dura cuando digo esto, pero así se los transmito a mis chicos, de la misma manera en la que crie a mis hijas.
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–Viene el Día de la Madre, el segundo que pasamos en pandemia. Tus dos hijas están fuera del Perú, ¿cómo manejas la distancia?
Las dos vinieron en algún momento. Kiara para ayudar en un centro de rescate en la Amazonía, pero llegó y cerraron Puerto Maldonado. Ivalú también vino a visitar, porque necesitan la comida, el Perú, sus amigos.
–¿El trabajo aquí te ayuda a extrañarlas menos, tal vez?
Yo he trabajado toda mi vida. Desde la mañana hasta la madrugada. Tenía dos horas al día para dedicárselas a ellas. Me las traían a las cuatro de la tarde cuando eran chiquitas, y recuerdo que nos íbamos un ratito al parque Kennedy, tomábamos un helado, jugábamos, y luego de vuelta al trabajo. Para mí la educación de mis hijas siempre ha sido lo más importante. Claro que las extraño, extraño abrazarlas. Lo bonito es que ahora con la tecnología hablamos mucho más que antes.
–Son mujeres adultas ya.
A ellas las eduqué como creo que se debe educar, en mi forma de pensar, a una mujer: completamente independientes, que no tengan límites, no tengan miedo, no tengan vergüenza, que digan lo que quieran decir. Que a lo largo de su vida nunca necesiten a nadie para ser felices y cumplir sus sueños. Cuando educas a alguien (cosa que también trato de hacer un poquito con mi gente en el trabajo), tú no tienes que darle las herramientas, tú tienes que enseñarle a fabricar las herramientas. Y es lo que he hecho con ellas.
–Durante este tiempo han nacido algunas cosas nuevas en Astrid & Gastón. Como ha ocurrido con otros restaurantes de esta categoría, la oferta cambió, se adaptó para llegar a un público nuevo sin renunciar a su esencia.
¿Hay cosas positivas de la pandemia? No hay nada. Pero si hay algo bueno, es que está viniendo un público que no había venido antes. Sacamos menús con precios fijos (desde S/59), brunch, carta de delivery. Las redes sociales fueron muy importantes para todo eso: era la primera vez que poníamos todos nuestros precios ahí, la gente veía todo.
–Con menos turistas, el comensal local se potencia. ¿Qué crees que vendrá a partir de todo esto para el rubro gastronómico?
Hoy estamos viviendo una guerra contra un virus. En las guerras nadie gana, todos perdemos. Pero en esta guerra creo que vamos a salir fortalecidos porque hemos aprendido a optimizar cada cosa. Hay una necesidad en todos lados (no solo en el Perú) de salir. Ya no se puede encerrar más a la gente. Sin discotecas, cines ni nada de eso solo quedan los restaurantes. Somos un medidor impecable de lo que está sucediendo con las emociones. Es más intenso, pero también es más bonito lo que vives.