Dibuja a una persona lo más completa posible en el espacio de aquí abajo. Anda, busca un lapicero, una crayola, un marcador. ¿Por dónde empezaste? ¿La cabeza? ¿El tronco? ¿Los pies? ¿Le pondrías ropa? ¿Orejas? ¿Y qué dices de codos y rodillas? ¿Es un él o una ella? ¿Se parece a ti? Hace un par de meses me topé casi al mismo tiempo con este desafío en tres ocasiones distintas: 1) al completar los requisitos para tramitar mi brevete; 2) en la clínica donde cumplí con el chequeo médico por el que pasamos una vez al año todos mis colegas en el Diario y 3) en la barra del restaurante propiedad de una pareja de amigos cuando su hija menor se me acercó armada con papel bond, curiosidad y resaltadores. De esas tres ocasiones solo la última me hizo reflexionar de verdad: ¿Cuáles son tus cosas favoritas? ¿Tu pelo es así de verdad? ¿Qué ropa te gusta ponerte más? Dibujar una persona es una prueba estándar de inteligencia desde 1926, cuando Florence Goodenough, una psicóloga de Minnessotta, empezó a aplicarla a niños, y más tarde otros colegas suyos la usaron como una medida de coeficiente intelectual, test de personalidad y de habilidades cognitivas. Hasta que, hace un par de años, un grupo de médicos neocelandeses propuso eliminarla, al menos como una forma de predecir la inteligencia de una persona. Yo desconozco si mis garabatos -o el tuyo aquí arriba- sea un indicador de si eres apta para conducir un auto o conseguir un trabajo en particular (a menos que postules a retratista). Pero el ejercicio tradicional del autorretrato -ojo, no de su primo más joven el selfiees una invitación a mirarnos con cuidado al espejo, a advertir si estamos durmiendo bien, si hemos heredado la nariz de papá, si deberíamos comer más saludable, sonreír con más frecuencia, dejar de arrugar el ceño. A eso y a empezar a aceptarte, quererte y gustarte.
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