Un circo, en sentido estricto, no es otra cosa que un círculo. Un ruedo en torno al cual nos reunimos para ser testigos de la sorpresa, el susto y el asombro. Un lugar entrañable y modesto en nuestros recuerdos infantiles. En el circo –me pasa todavía–es posible creer que una mujer puede volar y hacer mil piruetas en el aire sin perder la sonrisa; es posible reírnos sin culpa ni malicia de un hombrecillo entrenado para caer con gracia; contener el aliento ante un caballo que atraviesa un aro ardiente. Pero, en tiempos de corrección política y discusión sobre los derechos animales, el espectáculo parece tener un tufillo desagradable. Como profesión soñada, es la cruz de las mamás que siempre quisieron tener un hijo cirujano. Para los ambientalistas es el tormento de tigres y elefantes. Y, por supuesto, el circo acompañado de pan es una forma superficial de satisfacer a un pueblo indolente y –como las bestias del espectáculo– amaestrado/domado. Es también un cliché al que recurrimos para lamentarnos de los ridículos de nuestra política, los engaños de los funcionarios y las falsas ilusiones que nos ofrecen los candidatos. En su libro “Circos” (2010) José Emilio Pacheco escribe: «la vida solo avanza gracias al conflicto [...] el heroísmo auténtico sería entender las razones diferentes, respetar la otredad insalvable, vivir hasta cierto punto en concordia, sin opresión ni miedo ni injusticia. Pero entonces, señores, no habría circo, no habría historia ni drama ni noticias». En nuestro vocabulario diario, hemos rebajado el espectáculo y la magia a una caricatura de mal gusto. Pero en la Roma antigua, el circo era el único lugar público donde hombres y mujeres no estaban separados. Y hoy, bien mirado, es un pretexto para recuperar el asombro infantil, para batir las palmas ante la disciplina extraordinaria, el riesgo bien calculado y la destreza casi sobrehumana, casi olímpica. Un circo también es una tribu de aventureros y exploradores. Una familia hecha de extraños que se han construido una casa común lejos de la casa que les correspondía. «Uno no escoge el país donde nace; pero ama el país donde ha nacido», escribió la poeta Gioconda Belli, que visita Lima en temporada de circos y de ferias. Yo me atrevería a añadir que una también ama el país que elige. Y así, hija de la emigración y la globalización, una va sumando afectos geográficos. Cuando llegué al Perú, como las mujeres cuyas historias contamos en este número, no imaginé que en este país de extraordinario pan con chicharrón, aquí fundaría una familia. Ahora, cuatro años después, me sorprendo a mí misma buscando una escarapela para julio, suspirando con la “Flor de la canela”, alentando a Inés Melchor en una maratón. Sintiéndome parte de este circo –para bien y para mal– que sostenemos entre todos.
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