Hace unos días conversé con una persona muy querida, mi madrastra, sobre la soledad después de la tercera edad, el asunto de mi última columna. Ella serena, respetuosa y reflexiva, respondió a varias de mis interrogantes. Me dijo que esa soledad que trae el paso del tiempo es inevitable. Que aunque todos te visiten con alegría e inmenso cariño, siempre serán visitas. Porque la realidad es que cuando los nietos crecen, las personas maduras pasan la mayor parte del tiempo a solas consigo mismas.
Conversamos sobre cómo hoy cada etapa en la vida tiene más o menos actividades claras: la niñez se trata de aprender, jugar y crecer, la adolescencia de madurar, definir una identidad y elegir un rumbo profesional, la adultez de concretar logros, establecerse profesionalmente y formar un hogar. Pero al entrar a la etapa del nido vacío, las tareas a las que se dedicó esa persona (desafíos personales, trabajo, crianza), ya se cumplieron. Cada quien hizo lo mejor que pudo y esas labores terminaron. ¿Entonces cuál es el objetivo en ese momento? El crecimiento permanente. Pero lo que ocurre es que no se tiene información suficiente de qué se supone que hagamos las personas después de la tercera edad.
Por otro lado, hoy en día vivimos en un mundo difícil para las personas mayores: se exaltan la juventud, el cuerpo saludable y tonificado, la piel tersa y sin manchas, la eficiencia, la precisión y la rapidez. Todas cualidades que se van perdiendo con la vejez. En el pasado los viejos encontraban otro destino.
Tenían lugares más respetados, donde les tocaba el papel de los sabios de la tribu, guiando a los jóvenes, aconsejando a la comunidad. Pero ahora no se les reconoce esa sabiduría. Y entonces llegar a viejo resulta más desconcertante.
No podemos evitar que suceda la soledad, pero sí aprender a lidiar con ella. Recuerdo que mi madrastra me dijo hace años, «Mientras más pronto te des cuenta de que estamos solos en el mundo, mejor. Yo me demoré. Pero es importante aprender eso». No lo entendí y me sonó bastante feo. Hoy la idea todavía me asusta un poco, pero cada vez entiendo un poco más la sabiduría de sus años detrás de esas palabras.
En esta última conversación con la mujer de mi padre, me dijo que ese crecimiento implica ir preparándonos con tiempo para esa etapa. Que así como tenemos toneladas de información sobre la adolescencia y más o menos nos las arreglamos para pasarla y ayudar a que nuestros hijos también la atraviesen, sobre la vejez sabemos menos. Y tenemos la idea equivocada de que debemos luchar contra ella manteniéndonos jóvenes a toda costa.
«Prepararnos para llegar a la vejez quiere decir aprender a disfrutar la soledad», afirmó. «Por ejemplo, cuando extrañas a tus hijos, una fuerza te sostiene al saber que tienen sus vidas, que están luchando y disfrutando con todas sus energías. Si tienes suerte y tu trabajo estuvo bien hecho, te sostienen el orgullo y la satisfacción».
Lo vivido es experiencia y de ella puede surgir sabiduría. Puedes por ejemplo ordenar lo que aprendiste en tu vida y tenerlo a mano para un consejo. O escribirlo para dejar un legado de lo valioso que recogiste en tu recorrido. Aprender a observar el cambio con asombro y aceptarlo aun cuando te des cuenta de que efectivamente hubo un tiempo en que algunas cosas fueron mejor.
Y sí, cultivar amigos, actividades que llenen: leer, descubrir programas de televisión interesantes, oír música, bailar, hacer yoga o tai-chi, algo que alimente el espíritu y el cuerpo. Todo lo que ayude a seguir aprendiendo, creciendo y a mantener tu vida en movimiento.
Pero la soledad estará presente. Y el gran reto será darle la bienvenida. Puede ser una tarea dura hacerte su amiga. Pero será más fácil y más feliz lograr serenidad y placer en ella.