Natalia Parodi: "El pequeño creció"
Natalia Parodi: "El pequeño creció"

Soy la mayor de cinco hermanos, y la diferencia de edad con los menores es significativa. Al más pequeño le llevo 18 años. Por eso la experiencia fraterna con ellos no ha sido de compartir las mismas travesuras ni de pelearnos por el control remoto o por quién se acabó el agua caliente. A mis hermanitos les he dado el biberón y les he cambiado pañales. A ellos les he cantado y he jugado para entretenerlos.

Por ellos he visto y disfrutado ochenta veces “La novicia rebelde” y “Toy Story”. Y también a causa de ellos he renegado con furia por tener que sintonizar la televisión en “algo que puedan ver tus hermanos”, como decían en mi casa, como también por la obligación de susurrar al hablar por teléfono –o peor aun, colgar– porque era la hora en que se dormían y no se les podía hacer bulla.

El menor de todos mis hermanos llegó hacia el final de mi adolescencia. La diferencia de edades era tanta que los roles estaban claramente definidos: yo era la grande y él el pequeño, yo lo cuidaba y lo engreía, él podía hacerme pequeños favores. No había rivalidad. El mío era más un rol materno. Y a lo largo de los años entre los dos surgió una divertida complicidad. Cuando los demás comenzaban a salir a discotecas, yo empezaba a disfrutar de los planes caseros y el pequeño aún se quedaba en casa. Él tenía 12 años y yo 30. Y para los dos era una superidea comprar canchita y quedarnos un viernes a las 8.00 p.m. a ver una película –plan que para los otros tres era, por decir lo menos, inaceptable–. Pero nosotros nos divertíamos así. 

Un día le dije que quería conversar con él de algo importante. Me miró atento y le dije: «¿Has escuchado hablar de la adolescencia?». Dijo que sí. «¿Entonces sabes que tú también vas a ser un adolescente?». Sonrió y asintió. «¿Y has oído que los adolescentes se ponen difíciles y contreras y a veces pesados?». Se rio y afirmó.

«¿Sabes que a ti de todas maneras te va a pasar, ¿no?». Dijo que sí mientras comía su canchita. Yo le propuse un trato: «¿Qué te parece si tenemos un acuerdo secreto en donde te pones antipático con todos menos conmigo?». Y le guiñé el ojo. Él sonrió y respondió cómplice y con convicción «Ya». Ahí sonreí yo.

Con el paso de los años estuve segura de que llegaría el día en que la adolescencia lo haría olvidar su promesa, que se hartaría de mí como de todos y que nuestra complicidad pasaría por un periodo de castigo. Sin embargo, no sucedió. Por supuesto, con todo derecho, tuvo momentos en su adolescencia en que la confrontación con sus padres ocurrió, cuando los sacaba de quicio por contestar así o asá, por dejar algo desordenado o por no cumplir con alguna obligación, o momentos donde se ponía pesado simplemente porque se había levantado con el pie izquierdo. Y aun así, fiel a su palabra y para sorpresa mía, siempre conservó una sonrisa, un guiño o un gesto generoso para mí.

Hoy, el menor de mis hermanos tiene 20 años. Es más alto que yo. Tiene la espalda ancha, la voz grave y usa barba. Sigue siendo tierno, amoroso y amable. Y ahora es además caballero y protector. Muy querido por todos sus amigos y un estudiante comprometido y apasionado con su vocación. La ternura que siento por él nunca se me va a quitar, pero ahora también me despierta orgullo y admiración el tipazo que es

 

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