Acabo de devorar dos paquetes de galletas rellenas de chocolate en menos de un minuto. Con pena debo decir que la satisfacción de saciar mi antojo de dulce luego del almuerzo está durando poco. Ya imagino la cantidad de agua que tendré que tomar para eliminar el azúcar ingerido antes de que se convierta en grasa.
A mi mente viene la imagen de un saco gris que vestiré en el noticiero y apenas me queda. Si subo medio kilo no me va a entrar. Me angustio y se asoman las ganas de comerme otra galletita. Ya saben, para aplacar la ansiedad.
Salgo a la calle para olvidarme del dulce pero mi escape se convierte en un acto fallido, porque cometo el error de entrar a una cafetería. Pasa junto a mí una copa de helados inundada de fudge. Se ve deliciosa pero me aguanto las ganas de pedir una. Comparto mi angustia por Twitter y cometo otro error.
Las respuestas fueron más o menos las esperadas: No, Vero, no lo hagas. Aguanta, sí se puede. Yo también quiero un helado. He subido 3 kilos en el verano. A veces, las redes sirven como terapia de grupo, pero también para renegar y otras veces degeneran en una crítica incesante. Una tuitera -muy activa- se molestó conmigo. Decía que mi comentario era peligroso: tanto escándalo por un helado, comételo y ya. Cuidado con el ejemplo que des a las adolescentes, me escribió.
Siempre he pensado que los televidentes mandan sobre el comportamiento de quienes salimos en televisión y no al revés. A veces para bien y a veces para mal. Hagamos un ejercicio y repasen la pantalla. Díganme a cuántas conductoras de noticias ven “subiditas” de peso. Dejar de comer dulces para cuidar la figura no me hace sentir orgullosa. Es más, me siento obligada a hacerlo.
¿Han visto el experimento que hizo el presentador de noticias australiano? Se puso el mismo terno durante un año y nadie se dio cuenta. ¡Nadie! Lo hizo justamente para criticar la presión que se les pone a las mujeres en TV.
Siento envidia de quienes pueden comer lo que les da la gana sin subir un gramo y de a quienes no les interesa comprarse una talla más de pantalón porque el del año pasado no les queda. Como nadie las juzga diariamente, no se estresan.
Desde el ‘boom’ de las redes sociales no solo debo preocuparme por cumplir con mi trabajo de estar siempre informada. También debo evitar repetir la ropa que uso, porque me lo hacen notar, no trasnochar con mi hijo porque me critican las ojeras al día siguiente, ir a la peluquería dejando un día porque si no se ve sucio y debo amarrármelo y me lo cuestionan. Si aumento unos kilitos se preguntan si estoy embarazada y es desagradable creer que es así cuando no lo estoy.
Y ahora ¿es mal ejemplo lamentarse en Twitter sobre lo duro que es resistir la tentación de un antojo? No me permiten ser gorda, pero tampoco quejarme de ello.
Los desórdenes alimenticios son desequilibrios emocionales. Encontrar el origen de ese autoflagelo le corresponde a un especialista.
Un dato final: según el INEI, el problema de nuestro país no es la falta sino el exceso de peso. Una de cuatro peruanas sufre de obesidad. ¿Me pregunto si el 75% restante es raquítica? Voy a meditar sobre estas cifras con otro paquetito de galletas, pero esta vez rellenas de lúcuma. Luego me serviré dos litros de agua.