JUANA AVELLANEDA
Una trompa húmeda y rugosa acaba de estamparse contra mi rostro. Se trata de Ken, un precioso elefante de cinco toneladas que podría aplastarme con solo alzar la patita si así su ‘mahout’ (cuidador de elefantes) se lo pidiera. Pero hoy Ken anda de buen humor. Al menos, eso es lo que nos ha dicho Ton, un tailandés de ojos chinitos y piel canela que está trepado en su lomo. “No tengas miedo. Es su forma de decirte ‘sawatdee’ (hola)”, nos cuenta mientras le acaricia la cabeza a este tierno gigante. Estamos en la villa de elefantes de Kanchanaburi, un parque natural ubicado al norte de Tailandia, en el que la costumbre es recibir con ‘besos’ a los turistas. Uno pegajoso como el que me acaba de regalar Ken, quien vive junto a 20 paquidermos que han sido rescatados de lugares donde vivían en cautiverio. La mamá de este último, por solo mencionar un ejemplo, era la estrella de un circo ruso. Su suerte cambió el día en que Prakorb Chamnarnktj, un tailandés que solía ganarse la vida como guía turístico, pagó un millón de baths (3 mil dólares) por su liberación.
“No tengan miedo de acercarse. Ellos son mi familia”, es lo primero que nos dice Prakorb, quien con solo levantar la mano puede lograr que los elefantes se alineen. Además de su marcado acento asiático, lo que más resalta de su apariencia es una gruesa cadena de oro que le cuelga del cuello. Lleva una pulsera que dice ‘Larga vida al rey’, en referencia al mismísimo Bhumibol Adulyadej, soberano de Tailandia que prohibió que los ‘mahout’ explotaran a estos animales.
Desde entonces, los turistas viajan al norte de Tailandia no solo en búsqueda de sexo (circuito muy popular entre extranjeros), sino de estos fantásticos animales cuyo tamaño resulta realmente intimidante. Para acercarse hay que hacerlo siempre acompañado de un ‘mahout’, el único que puede controlarlo con la voz, con su olor, con sus órdenes. Prakorb parece generar el mismo efecto en Duk-Dik, una preciosa elefante bebé que corre a sus brazos apenas lo ve. “Es mi engreída”, dice sonriendo. Inmediatamente después manda pedir a uno de sus empleados dos canastas con frutas. A Duk-Dik le encantan los plátanos. Mientras la alimenta, Prakorb aprovecha para conversar con los ‘mahout’. Les pregunta si están bien, si necesitan algo, si quieren una cerveza. Después de todo, y si no fuera por ellos, hoy no existiría este albergue.
Lea la nota completa en la edición de hoy de Somos